(Reflexiones sobre el Libro de
Carmen Hernández Montalbán “ LA LUZ DEL FIN DE LA TIERRA”
Editorial Nazarí, 2015)
Si nos adentramos en este
libro sin prejuicios, con la mirada abierta – sólo con el condicionamiento de
que una poeta amiga te pida que presentes su libro en la ciudad que vives. Sólo
con esa responsabilidad, que ya en sí es bastante. Porque la amistad es
verdadera. Yo me sumerjo en éste, desde el corazón del amigo, del colega, de la
compañera que admira.
Y así, adentrándome sin
prejuicios, puedo decir que este es un libro lleno de luz desde sus primeras
páginas. Que clara y traslucida es la poesía de Carmen Hernández; sin dobleces, clara
y sencilla como es la mirada del niño y la mirada del sabio.
La propia oscuridad, que da
título a una de las tres partes en que está dividido el libro, está suavizada o
esclarecida por el recuerdo.
Oscuridad, que es hablar de
soledad, de la pérdida de seres queridos, los muertos que no tienen la
capacidad de defenderse.
Dice la poeta ( …) Pero la
memoria nunca olvida,/ y como una lluvia primaveral,/ nos devuelve los humores
de su desdicha.
Hablo del poema “Hojarasca” con el que inicia el
poemario. Y digo poemario, porque “La luz
del fin de la tierra” no es un entresijo de poemas sin nexo entre sí, sino que
forman una unidad en torno a la Luz, al significado de esa metáfora.
Los títulos de los poemas son
una secuencia de hechos, verdaderas preocupaciones de la autora; y la
concepción que tiene del mundo. Desde la del nacimiento o creación, hasta llegar
al exilio de sus moradores (el último poema de esta primera parte). Pasando por
estadios como el pecado original, insomnio, la contienda que proclama la
destrucción y el nacimiento de sentimientos destructivos como la codicia.
Es éste un libro intimista.
Carmen habla de sí misma, alternando términos coloquiales “saco sin fondo” con
metáforas pulidas como escarabajo de un páramo sin ternura.
Su
visión existencial del mundo se
refleja en el poema “marea negra”, que recuerda al más puro estilo rosaliano el
poema “negra sombra”.
En Plegaria, y también en
otros poemas, se observa un canto en contra de la guerra. Y reconoce a los
verdaderos culpables, y el verso se vuelve un lamento: como hemos llegado a
esto, ellos juegan con nosotros a los naipes, tan sólo son unos cuantos,
pero deciden por todos.
Es constante la denuncia de
situaciones injustas. La lata del mendigo aborda un tema que le produce rabia: la lata está fraguada con el metal infame de
la injusticia, vidas desahuciadas.
El paso del tiempo es otra
constante en el libro, metáfora de la salvación: tiempos vendrán en que la justicia y su reductora belleza brillará con
un fulgor. Y aludiendo a “ellos”, los verdaderos culpables: brillará con
un fulgor que los ciegue sin remedio.
Termina con el poema Exilio.
Es sinónimo de esperanza y el mar vehículo de salvación: no me asusta el
bramido del mar, que he de cruzar sin brújula.
Y pasamos, sin transgresión a
la segunda parte, con títulos como Origen, Grito de mujer, Sinestesia, Versos
dormidos... Un espacio donde la luz insufla los poemas, donde el ser humano
ocupa un lugar privilegiado, y es posible que encuentre la salvación. La mujer
adquiere el protagonismo que se le ha negado, cuando debió pasar su existencia espiando
su crimen, invitándola la poeta a vivir sin miedo.
El ritmo del verso es ágil.
Verso libre con predominio de poemas breves. Con gran concisión. Aunque se
alarga en algunos momentos en esta segunda parte.
Y producto de una gran
eclosión de luz, llegan títulos como Sueño acuático, Comí chocolate, Jinete del
aire. Títulos y versos de gran ternura: el colibrí se comió la lechuga.
Con predominio de las sinestesias: traía la tarde un perfume a tomillo,
manzanilla y amapola, la sinfonía del agua.
Tremendamente sensual es ese
Jinete del aire, dedicado a Trinidad Sevillano. Dice de la bailarina que el eje
de la tierra gira enamorado al compás de su cuerpo. La imagen me recuerda a la
frágil bailarina de la caja de música. Y la poeta, Carmen Hernández Montalbán, me
lleva a pensar que es una “maga”. Como en el último poema de este libro, El ilusionista,
sentencia a modo de aforismo:
mi misión no es apagar las estrellas, consiste en encenderlas...