Nostalgia de perros


Fuera caía una lluvia mansa de octubre que había endulzado la ciudad e invitaba a soñar. El tren cerró sus puertas, ocupé mi asiento. No había muchos viajeros aquella mañana, más allá de algún ejecutivo de ojos sombreados y un joven trasnochado. La niebla invadió la estación; y aquel tren me pareció un tren sonámbulo. Cerré los ojos intentando relajarme y descansar. Acudió a mi mente entonces la imagen de la primera vez que me despedía para viajar
- Adiós, abuela.
- Adiós, hija. Cuando termines tus estudios regresa a por tus padres y alíviales la carga.
- ¿Vendría el abuelo también?.
- No hija, eso no, abandonar la cueva, ¡qué disparate!. Le costó sangre y sudor. Aquí es donde él querrá morirse; para qué torcerle el gusto.
- Bueno, pero tú vendrás ¿verdad?.

La abuela Remedios arregló los cabellos que aleteaban en mi frente, me dio algún dinero, que había conseguido ahorrar en su caja de galletas y me abrazó, conteniendo la emoción.
- Yo ya soy demasiado mayor, hija, no podría con la vida de la ciudad. La gente dice que allí hay días en los que no se ve el cielo. Además, quién cuidaría del abuelo Bartolomé, a ése lo dejamos solo y se nos muere en un rincón. No hija no, éste es mi sitio.
Contemplé el barrio de las cuevas, reciente y fresco de aquella madrugada de septiembre. Observé cómo el sol conquistaba sus cumbres, cómo jugaba con los ocres y el blanco de sus chimeneas. Escuché el ladrido de un perro lejano y sentí que me nacía un íntimo dolor en el alma. Entonces me pregunté ¿qué hace la tierra cuando ya no puede con el peso de los hombres que la habitan?. Desde aquel primer adiós a mi tierra habían transcurrido veinte años y, antes como ahora, siempre que vuelvo siento la misma emoción, y al marcharme, aquel íntimo dolor de entonces .Hacía apenas unas horas que había estado hablando por teléfono con la abuela Remedios.
No hace mucho soñé que venías, me había dicho. Yo, que siempre supe leer los mensajes codificados de la abuela, le dije: Y soñaste que iría en otoño, claro. Sí, respondió, lo soñé por un miércoles y el sábado ya estabas aquí. Bueno, pues no cuentes a nadie tu sueño –le dije- puede que así se haga realidad.
Nada más terminar de hablar con ella, me invadió una extraña desazón. Había algo inexplicable, algo que me lanzaba a ir a verla sin tardanza. Preparé el equipaje precipitadamente y hoy podría asegurar, que acudí a la llamada ancestral de la sangre.
Dormí apenas un rato más y cuando quise darme cuenta, ya había llegado a Guadix. Debía ser yo el único viajero que se apeaba, pues no vi a nadie más bajarse. Llovía tan suavemente, que las gotas parecían flotar en el espacio. Gotas de lluvia mansa que como esencia de los astros hubieran relentizado el latido del propio corazón y paralizado el mundo circundante, para permitirme ver, por unos instantes, lo que nadie ve y poder oír el susurro del tiempo cuando trascurre. Han pasado algunos años desde entonces, pero no recuerdo, hasta ahora, haber vivido silencio semejante. Ni un alma en la calle. El barrio de las cuevas se intuía al fondo, coronado por Sierra Nevada, como tras un cristal mojado. Tuve la sensación de que aquella escena, había transcurrido repetidamente en mi vida, o tal vez en otras vidas.
El taxi me dejó cerca de la cueva, aunque para llegar hasta ella aún debía andar un largo trecho cuesta arriba. Se me humedecieron los ojos al ver cómo la abuela Remedios y la perra Canela salían a mi encuentro. Aquella mujer de porte griego, aunque anciana, parecía un ángel de los de antes de la tierra. Extendió sus brazos hacia mí y la abracé con sumo cuidado, por miedo a romperla.
Llevamos el equipaje hasta el dormitorio, en donde parecía esperarme la vieja cama de sábanas limpísimas y azuladas al sol. La abuela abrió el baúl, del que sacó una manta perfectamente doblada. La estiró sobre la cama de hierros forjados, y ambas la contemplamos como si de un viejo tapiz se tratara; allí estaban los dos pavos reales, con su inmensa cola multicolor, sobre el fondo verde esmeralda de la manta; salpicada de flores orientales, tal vez de un recargamiento excesivo. Aquella vieja manta había acunado a toda la familia. Pasó la mano suavemente sobre ella, como aquel que se agarra a la vida sabiendo que se le escapa.

Remedios hizo ganchillo de memoria, mientras su nieta María le fue narrando detalles e impresiones acerca de alguno de sus viajes por el mundo; al tiempo que reconocía la cueva, amplia y encalada, de su niñez. Todo estaba tal y como ella lo recordaba: aquellos muebles del portal, huérfanos y sin lustre, la mecedora de loneta, las sillas de anea, los cuadros de faisanes y ninfas, y el robusto baúl tachonado, en donde Remedios iba guardando toda su vida. En las paredes, junto a los peroles de cobre, colgaban los retratos y algunos recuerdos pertenecientes a sus abuelos y a los abuelos de estos. Aquellos objetos habrían de pasar, como legado, de generación en generación, para que nadie perteneciente a la familia olvidara jamás quiénes eran. Recordándoles de este modo que provenían de aquella legendaria raza de hombres, capaces de hacer germinar plantas en las mismísimas piedras, o de aquellas valerosas mujeres que solían usar nombres compuestos como el de la tatarabuela del abuelo Bartolomé: Filomena Margarita Josefa. ¿Qué fue de toda esta gente? ¿Quiénes fueron en realidad?, se preguntaba María, y le preguntó a Remedios repentinamente. La abuela, hacía rato se hallaba lejos de todo. Abstraída, navegando en el pasado, perdida en el alma de la cueva, inmersa en otro tiempo; tal vez en aquel barrizal de calles abiertas en canal por la erosión de las aguas, o faenando, expuesta al sol cegador de los veranos asfixiantes, en donde las cabras semejaban jirafas, intentando comer el verde de las acacias.
- Dios sabe, hija, Dios sabe...; el abuelo Bartolomé los guardaba como oro en paño, le respondió, mientras continuaba como hipnotizada trabajando la labor en donde ella parecía leer toda su vida.
Aquella cueva, había sido picada por un antepasado del marido de Remedios. Un hombre grandullón, alto como un ciprés, del que nadie supo demasiado, salvo que había venido de muy lejos, y al que todos llamaban Bartolomé, aunque no fuera éste su verdadero nombre. Nombre que llevarían algunos varones de la familia hasta llegar al abuelo Bartolomé, con quien Remedios tuvo hasta once hijos. El azar quiso que sólo sobrevivieran siete. Todos los demás habían muerto por uno u otro motivo.
- La gente se muere hija, unos vienen y otros van –me había dicho tras un suspiro- sólo permanecen las cosas que amontonamos en los desvanes, las ramas desnudas de los árboles, la negrura de la noche, el vacío en los armarios, y la tierra sobre todas ellas.
- Sí, abuela, tienes razón –le dije también yo, transportada por mi calidoscopio personal- sólo la tierra permanece..., pura arcilla gravitando en el espacio.
- Vamos a descansar; hija; cada día tiene su propio afán. Mañana habrá que madrugar.


Y tanto que hubo que madrugar. Aquella mañana se levantó con el sol. Preparó unos cubos de cal, que previamente había apagado, y remangada hasta los codos, me dijo: vamos, María, levántate, tienes que ayudarme a poner orden en esta pelea de gatos.
- Pero si está todo muy ordenado y limpio –le dije sin salir de mi asombro.
- Eso es lo que parece; yo, que reconozco cada rincón y sé el sitio de cada cosa, te digo que está todo pidiendo una limpieza a gritos. Los trastos también sufren y se resienten si no se les presta atención.
Cuando la abuela tomaba una decisión, era difícil hacerla desistir, de modo que nos pusimos manos a la obra. Y comenzamos por apartar los muebles y encalar las paredes. Mientras trabajábamos, ella no paró de hablarme de aquellos cacharros, como ella decía, relacionándolos siempre con sucesos vividos.

- ¡Jesús! Este cántaro mocho ¿cuántas vueltas no habrá dado? Cuando se le rompió el asa, lo abandonamos en la cantarera, y fuimos guardando el agua que sobraba.
Me llamó la atención un retrato del abuelo junto a un hombre que no me resultaba familiar, y le pregunté que quién era.
Ah! Éste!, éste fue Sebastián, el loco. Salvó la vida del abuelo y desde entonces lo tratamos como a uno de la familia. En agradecimiento le dejamos vivir en la cueva de al lado, allí dormían las cabras antes de que se construyera el corral. La adecentamos, y allí vivió la criatura. No hicimos una obra de caridad, sólo queríamos agradecerle lo mucho que hizo por nosotros. Parece que le estoy viendo. Los niños que andaban en las eras y en los secanos, nada más verlo gritaban: ¡que viene el loco, que viene el loco! Algunos, los más gamberros, preparaban sus tirachinas encaramados a un árbol, parapetados en los cerros o escondidos a la umbría de los portales, para luego lloverle a pedradas. El loco huía descalzo, hiriéndose las plantas de los pies mientras les gritaba: ¡ráfaga, almirez, sangre, cataplasma..., y los zagales corrían detrás de él comprometiéndole de nuevo y violentándole.
- ¡Sebastián! ¡Sebastián! ¿qué has comido? –le preguntaban, en espera de la respuesta de siempre...
- Rebanadas de aire con rodajas de viento. Usaba unos pantalones hechos tirajos, amarrados a la cintura con una gruesa cuerda de la que tiraban los niños para hacerle rabiar. En una ocasión consiguieron tumbarlo y quedó tendido en el suelo boca arriba, gritándoles su letanía: andamio, botijo, sombra, espino, calandria...; otras veces lloraba y gritaba desesperadamente, era entonces cuando su perra Dinamita acudía a socorrerlo, ladrando ferozmente. Y luego, una vez los niños se habían ido, se le acercaba lastimera, lamiendo a su desamparado amo. Como que tan sólo le faltaba el habla al animalito. Sebastián no siempre había estado loco, decían que en otro tiempo había sido una eminencia, pero algo serio debió ocurrir, para que un buen día se le fuera la cabeza. Y así quedó la criatura, desamparado, a la buena de Dios.
- ¿Cómo fue que salvó la vida del abuelo? –le pregunté.
- Tu aún no habías nacido. Sería por julio, cuando el abuelo segaba y en algunas ocasiones lo acompañaba Sebastián. A aquella criatura le gustaba estar con el abuelo, era por lo que le daba. Aquel día nos fuimos los tres a los campos. Ya en el camino comenzaron a juntarse unas nubes muy negras, hasta que se cerró el cielo; relampagueaba y tronaba como nunca se había visto. Sebastián ahuyentaba su miedo gritando su retahíla: padre, tiro, siesta, cohete, hereje, espinas, relente, somormujo... -decía tapándose las orejas y saltando como si pisara sobre brasas ardiendo. Llovía a mares. Antes de que pudiéramos darnos cuenta, el agua nos llegaba por las rodillas. Finalmente me tuve que agarrar a un árbol porque me llevaba la corriente. Al abuelo lo arrastró al intentar ayudarme. Sebastián entonces, partió una rama enorme y la echó al agua. Yo no me explico de dónde sacó la fuerza aquel hombre. Corrió y corrió sujetando casi medio árbol; hasta que consiguió rescatarlo antes de llegar al puente.


Continuamos así, conversando, encalando las pareces y tapando algunos desconchones, como curándole las heridas a la tierra. Qué ironía la vida...; pensé. Aquel hombre, mi abuelo, que había sido inteligente, fuerte, capaz de hacer en una sola jornada el trabajo de cinco hombres, que poseía los mejores animales de labranza, valiente y capaz. Sin embargo, nada había servido contra la furia despiadada de la naturaleza, y de nuevo el poder de la tierra sobre sus criaturas.
La abuela me miró entonces y sonrió satisfecha: lo hemos hecho bien hija, esta habitación ya está curada. Se sentó en una silla costurera, sacó del bolsillo de su delantal un pañuelo inmaculado y secó la humedad de sus ojos mientras concluía: así fue hija, nunca pudimos agradecérselo lo bastante, aunque desde aquel día, el abuelo y yo, nos ocupáramos de que nada le faltara. En la vida de Sebastián el loco, todo fueron largos caminos llenos de estercoleros humeantes, mendrugos de pan, y una rara soledad que él parecía haber elegido. La abuela Remedios reía casi al borde de la lágrima, al recordar cuándo unas mujeres quisieron divertirse a costa de Sebastián, y él salió tras de ellas, persiguiéndolas, con el único afán de agarrarles el culo, mientras les gritaba: ¡Pezón, culo, amapola, marfil, beso, vencejo, caballo, katiuskas, muslo, cantarera...!
- ¡Demonio de hombre! –concluía moviendo la cabeza, como aprobando por
un lado y desaprobando por otro. Después vino la guerra... –aquí hizo la abuela una pausa mortal, que me hizo pensar que algo le ocurría- y nada más se supo. Como andaba siempre tirado por esos caminos de Dios, errante como un alma en pena, quién sabe hija, quién sabe..., entonces pintábamos las fachadas de las cuevas con pasta de arcilla para camuflar el blanco a los aviones. No hay cosa más mala que una guerra...

La abuela Remedios parecía haberse ausentado detrás de sus pupilas, en donde habían quedado grabadas las horribles imágenes de la contienda: madres abrazadas a sus hijos muertos, el odio entre hermanos. Ella zurciendo medias con la precisión de un cirujano. Noches de vigilia, temiendo conocer, la próxima víctima de la muerte... Hasta el agua se volvió putrefacta, y la tierra, enferma de odio, se dio a parir reptiles... Al fin continuó: y nunca más se supo de él.

- La cueva siguió esperándolo, al igual que su perra Dinamita, como a él le gustaba llamarla. El pobre animal sobrevivió gracias a la caridad de los vecinos. Pocas veces vi en los hombres tanta humanidad como en aquel animal. No dejó de esperarlo ni un solo día, ahí tumbada en la entrada de la cueva; gimiendo día y noche por pura tristeza, hasta que al fin murió de viejo el animal.

Quedé tan impresionada por aquella historia y estaba tan cansada que tardé en conciliar el sueño preguntándome qué resorte accionaba la mente de Sebastián el loco. Abrí al azar uno de mis libros de poesía y leí: “¡Oh soledad, mi sola compañía, oh musa del portento, que el vocablo diste a mi voz que nunca te pedía!.; responde a mi pregunta: ¿Con quién hablo?”. Y pensé que la soledad de la que hablaba el poeta era también la soledad de Sebastián. La que él necesitaba para ser, para existir desde el vacío y hablar contra la muerte. Llegué a la conclusión de que la locura de Sebastián, distaba mucho de constituir una desgracia para él, y supuse que dicha distorsión, pudo ser necesaria para que pudiera recuperar el pulso de su propia vida.
Al día siguiente, el viento sembró el suelo de hojas amarillas y trajo una llovizna a ráfagas que duró hasta el atardecer. Quise ver la cueva de Sebastián, que estaba situada a pocos metros de la de mis abuelos, pero no encontré más que un agujero derruido, donde milagrosamente aún se mantenía en pie la rústica puerta de entrada. Allí estaba hincada en la tierra como una metáfora. Anduve sin prisa por los cerros y los miradores de arcilla, alimentándome del olor a tomillo, y me pregunté: ¿Quién conoce el secreto de las entrañas de esta tierra, quién horada y construye, qué voz era aquella que presentía, de dónde procedía? Abrí los brazos al cielo; recibí la lluvia plácidamente y me supe tierra mutable que acaricia las estrellas. Me reconocí criatura ancestral, que en otro tiempo, estuvo allí en el mismo lugar, aunque tal vez con otra apariencia. Continué mi camino de vuelta, mientras los perros ladraban a mi paso como en otro tiempo lo hicieron sus ancestros.
Volví a la cueva completamente mojada. Como el clima no acompañaba, para continuar con la tarea del encalado propuse a la abuela una pausa. Hacer unas gachas de harina de maíz y encender la chimenea. Aprovechamos para limpiar los peroles de cobre, al calor de la lumbre. Los frotamos con un paño y limpia metales, hasta que conseguimos arrancarles el negro que les había dejado el transcurrir del tiempo.
- Un día, esperé limpiando los cobres a que tu abuelo pasara –contaba, solía pasar por mi barrio cuando volvía de la siega. Nada más verle llegar se me agarraba un nudo en el estómago que no se me quitaba hasta que le veía marcharse. Aquel día se armó de valor y acertó a decirme: niña ¿tú qué miras?, me revolví de vergüenza y bajé la cabeza. Se acercó hasta donde yo estaba y me preguntó: ¿cómo te llamas? Remedios, le dije. Entonces Remedios, vamos a ser novios. Ya tengo novio, respondí enfadada, como si aquello que me había dicho me hubiera sentado como un tiro. A él se le transformó la cara por el desaire; pero cuando yo creí que con aquella respuesta se daría por vencido, ¿sabes qué me fue a decir?: bueno, pues ya tienes dos, ahora a ver como te las apañas.

Reímos, porque ambas, conocíamos al abuelo. Sabíamos de su especial carácter. El tiempo parecía haberse detenido en el rostro de Remedios como si la envolviera un aura celeste que la transportara a aquellos días, en los que ella solía subir la Cuesta de Santa Ana corriendo para ir al encuentro de su hombre. Aquel joven Bartolomé de entonces, que la abrazaba suspendiéndola en el aire. Mientras ella se embriagaba con el olor de su piel dorada y con sabor a sal que él traía de los campos. Aquello de entonces no sabías muy bien si era amor, ¿verdad, Remedios?, tenías apenas dieciséis años. Eras joven y dulce. Lo besabas apenas con la mirada. Y cuando te abrazaba se te olvidaba el cansancio y la pobreza. En vez de aquello, hubieras necesitado unas manos más fuertes para tanto trabajo como tuviste y que no se te hubiera ido de este mundo sin despedirse. Eso no se lo podrás perdonar. En vida siempre hacía lo que se le antojaba, y aquel día se le antojó morirse y se murió.
La cueva, de siete habitaciones dispuestas alrededor del portal, que era la más espaciosa de ellas, parecía latir al unísono con el corazón de Remedios. El portal donde se sentaban las mujeres para coser, había sido testigo de sus momentos más felices, de recuerdos imborrables, y de las tardes más dulces. Por ello, cada objeto hablaba de un momento vivido. La habitación disponía de ocho o nueve sillas, dos de ellas costureras y una mesa de madera alargada en el centro. Era lugar de paso obligado y también el ágora familiar. Desde allí, la abuela Remedios contemplaba las puestas de sol y observaba al abuelo cuando fumaba, sentado bajo la acacia.


La acacia custodiaba la entrada de la cueva. Fue con diferencia, el árbol más lustroso y cuidado de los alrededores; como solía haber poca vegetación, salvo alguna higuera extraviada, parecía insólito que pudiera crecer y lucir tan al margen del mundo. Bajo su sombra acostumbrábamos a sentarnos en las tardes de verano y sobre sus raíces debieron orinar todas las generaciones de perros que pertenecieron a la familia.

Cuando los antepasados del abuelo Bartolomé picaron la cueva, sin duda alguna, lo hicieron a conciencia. Se habían preocupado de orientarla bien, para que de aquel modo tuviera buen tiro la chimenea. Quedó soleada, tenía buen cerro, de arcillas puras y sin arenisca, más dos ventanas delanteras y una entrada en arco de medio punto, que dejaba entrar el sol hasta el dormitorio de los abuelos. Fuera por el motivo que fuera, aquellas habitaciones ejercieron en algunos de los que las habitamos, una influencia más allá del simple confort, de la cual no conseguimos desprendernos jamás. Allí dentro, fluía una especie de energía que parecía detener el paso del tiempo y nos llenaba de paz. Los intentos por explicar tal influencia de una manera más o menos razonable me llevaron a averiguar otros sucesos que la imaginación y la maraña de los años han convertido en leyenda.
No sé por qué motivo, me gustaba pensar que nuestros antepasados debieron llegar a estos valles con los repobladores, cargados de sus aperos de labranza, unos a pie, otros subidos en los carros, vestidos con trusas y jubones en compañía de sus bueyes y bestias de carga, además de sus dos perros que siempre llamé Sirio y Dama. Más tarde, pude comprobar que la realidad, se ajustaba, más de lo que yo creía, a mis fantasías. Tal y como imaginaba debieron llegar con los repobladores y por medio de lo que se dio en llamar el reparto de suertes, se les destinaron algunas tierras de labor. Vinieron esperanzados en un futuro mejor, tal vez, les habían prometido “el oro y el moro” ¿quién sabe?. Lo cierto es que, ninguna de las dos cosas encontraron, evidentemente el oro pertenecería sólo a unos cuantos, y al moro lo habrían arrinconado de tal modo que si alguno habitaba todavía por estos parajes, lo hacía ya con nombre y costumbres cristianas. Unos y otros, tras el paso del tiempo, habrían de convertirse por fuerza, en lo que todos acabaron siendo: seres irreductibles, expuestos al desamparo geológico de estos valles.
Filomena Margarita Josefa, tatarabuela del abuelo Bartolomé, había sido la primera mujer de la familia en experimentar tales influencias, bajo estas arcillas milenarias. La tradición familiar cuenta que ella podía leer en la arcilla, y aún más, dentro de la cueva, sucesos futuros. Fue capaz de predecir el amor de un hombre, desconocido entonces para ella que le decía: “Pronto nos conoceremos y te entregaré mi vida si la quieres”. Nadie creyó a Filomena Margarita, hasta que un buen día el criado de tal caballero le entregaba en mano unos presentes valiosísimos y un lebrel. ¿Qué respuesta he de dar a mi amo?, preguntó el criado, Filomena Margarita respondió: Di que no puedo disponer de la vida de nadie; agradezco a tu señor tales presentes, aunque no podré aceptarlos. Únicamente me quedaré con el perro que sé, custodiará por siglos mi vida y la de los míos.
La segunda mujer, fue su hija María Anastasia, que sobrellevó a duras penas la contrariedad de su amor con Diego Vega y al que, afortunadamente, le adivino las traiciones que le habría de hacer en el futuro. Y desde entonces decidió vivir en soledad, prescindiendo de su falso amor, acompañada de su hijo, hijo natural de Diego, y un cachorro de perro heredado de su madre, Filomena Margarita Josefa. Hasta que conoció al que sería su compañero definitivo: el primer Bartolomé del que nadie supo nunca nada excepto que vino de muy lejos. Fue un hombre alto como un ciprés, que según el abuelo, picaría la cueva familiar.



-Van a hacer quince años y parece que fue ayer -susurró la abuela..
- Quince años ¿de qué abuela?- le pregunté dejando mis fantasmas a un lado y acercándome hacia ella para abrigar sus manos frías.
- Pues de que tu abuelo murió, fue un día como este.
- Ya sé... un día de lluvia mansa -le dije completándole la frase.
- Sí, el abuelo, que en paz descanse, salió una tarde de caza con su perra “Cazadora” y se le paró el reloj de la vida. ¿Sabes, hija?, hay veces que me parece verlo volver rambla abajo con su escopeta al hombro, y otras lo veo irse en dirección al ocaso.

Había oscurecido cuando los perros comenzaron a ladrar. Los ladridos espaciados y rutinarios, se tornaron más intensos y orquestados a medida que avanzaba la noche, para pasar a ser entrecortados lamentos, gemidos procedentes de un lugar desconocido.
- Esta noche los perros no nos dejarán dormir –aventuró la abuela.
- ¿Por qué ladran así? –le pregunté.
- Sienten miedo.
- Miedo; ¿de qué?
- De cualquier cosa hija.
Remedios suspendió momentáneamente aquella labor que ella tejía y destejía desde tiempo inmemorial en sus largas noches de invierno.
- Sienten miedo hasta de su sombra. Los antiguos decían que tienen “viento”, ventean los peligros y hasta las desgracias. Son los únicos animales sobre la tierra que advierten la presencia de la muerte.
Las dos mujeres se fueron a dormir y los perros continuaron ladrando a aquellas presencias sin cuerpo, que sólo ellos intuían y únicamente ellos tenían la facultad de ver.
Continuaron ladrando a errantes espectros de gigantes curtidos al sol, que seguirían horadando la tierra por toda la eternidad. Mientras, la continua cortina de agua caía sin cesar sobre ellos. Ladraron a simiescas figuras de ásperas manos que deambulaban por las calles como ciegos borrachos, conversando sin prisa. Temían la voz de aquel que lloraba cantando en la taberna. Quizá sentían la amargura que produce risa a fuerza de tanto sufrirla, o el aleteo de los ángeles. Porque también en este cráter del cosmos hubo ángeles que acercaron el pan a los labios de los pobres. La abuela Remedios, inmersa en el pasado, hablaba entre susurros:
- Bartolomé, apareja la mula y abriga al animal que mañana hará frío. Y no te olvides la pelliza. Enciende la lumbre, que los huesos se resienten con el primer frío de la madrugada. Mañana le llevaré la olla a Sebastián, pobre hombre... como dice el refrán: “Haz el bien y no mires a quien”. Después encenderé una mariposa de luz a las Ánimas del purgatorio para que descansen tranquilas...


Dora Hernández Montalbán

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