Entelequias (Por Pedro Pastor Sánchez)

Toda mi vida es un engaño. Ya lo decía mi madre: “Tenías que haberte llamado Mariana”. Pero no. Y menos mal que las cámaras fotográficas de la época no retrataban en color, porque me pasé mi primer año de vida emperifollado en ropa de color rosa, no estaba la vida para dispendios. Ya empezamos mal. Y la cosa no mejoró porque esa virilidad “adquirida” a última hora en el momento del parto fue puesta en entredicho años más tarde por la que fue mi esposa. De acuerdo, no es que sea un hombre con mucha personalidad, pero tampoco es cuestión de partirse la cara con todo el mundo por una tontería. “Mariano, que nos están robando el coche, en nuestras narices”- me decía. ¿Y que quería que hiciese?. Prefiero ir a poner la denuncia sobre mis dos piernas, y no en silla de ruedas porque encima me den una paliza por intentar luchar con un tío que me saca la cabeza (creo que podría haberlo hecho si se lo hubiera propuesto, pero literalmente). “Pero Mariano, por lo menos pide ayuda”- me insistía. Ella gritaba mucho más fuerte que yo, eso lo había demostrado en múltiples ocasiones.
El caso es que Lourdes no fue una mala esposa. Tuvimos 2 hijos, pero no parecían míos. A ver, no quiero decir que no lo sean. Luisito es calcado a mi de pequeño, no creo que otro hombre fecundara ese óvulo (al menos ese no), y Martita ha heredado de mi los tics y el sentido del humor algo cínico. Quiero decir que desde muy pequeños les inoculó el veneno de la alienación parental. Nuestro divorcio fue un auténtico desastre, una lucha de titanes por un simple marco para fotos, palabras gruesas por teléfono cada vez que me tocaba quedarme con los niños los fines de semana alternos. No soportaba la idea de que les diese un capricho, de que salieran por un rato de su “ordeno y mando”, de su férrea educación.
En el fondo, para ser sincero, fui yo mismo quien provocó toda la avalancha que terminó con nuestro divorcio. Nuestra vida sexual fue de más a menos en cuestión de meses una vez que nacieron nuestros hijos. Tampoco es que antes hubiera sido especialmente activa, todo hay que decirlo, pensándolo bien, creo que para ella era un mero trámite hasta haber alcanzado su objetivo vital de ser madre. Una vez que la parejita se adueñó de nuestro tiempo libre, me vi desplazado a un segundo, a un tercer plano. Me diluía en la rutina de los días, en las apreturas de la hipoteca. Y para colmo, no podía llenar esa vida fútil con una distracción, una afición, un interés concreto en algo que me distrajera.
Mi falta de interés me llevó a la biblioteca buscando refugio en la lectura. Allí conocí a Elena, la inquietante bibliotecaria que me atendía casi a diario. Podía haberme fijado en otra chica más voluptuosa, más apetecible a simple vista. Sin embargo, aquella menuda mujer de perpetua sonrisa era capaz de tenerme pegado a su mesa durante horas recomendándome todo tipo de material. Era un pozo de sabiduría, mucho más inteligente que yo, y sus labios se movían a una velocidad endiablada, lo cual provocaba un mí un incontenible cosquilleo en las gónadas. Un día se me ocurrió proponerle llevar estas disertaciones a la cafetería próxima, por el bien del resto de usuarios que hacían cola detrás de mi impacientemente. Me sorprendió tanto su rápida aceptación a mi invitación como sus impulsivos movimientos pélvicos sobre la cama de su pequeño apartamento. Fueron unos meses intensos, de mentiras y de excusas para alimentar nuestros deseos más primarios. Cuando le dije que mi mujer quería divorciarse porque sabía lo nuestro, su interés por mi se redujo a cero de forma inmediata. Sin el aliciente, sin el morbo de saberse la “querida”, Elena desapareció de escena. No concebía su vida en pareja, y menos con un tipo como yo, por muy bien que follara (palabras textuales suyas). Entelequias 2/2
Ni siquiera mi perro es mío. Rufo llegó un día a mi casa hecho una bola de peluche en la mano de mi hermana. ¿”A que es mono?”-dijo dejándolo caer sobre mi regazo. Se supone que lo cuidaríamos mientras ella estaba de viaje de bodas, era un regalo de una amiga. Pero ya nunca más salió de casa, y la bola de peluche creció y creció, y fueron los peluches de mi hija los que lo padecieron en sus propias fibras, porque el jodido perro no dejaba de restregarse contra ellos. Así que un día Lourdes decidió castrarlo. No hemos vuelto a gastar un céntimo en peluches.
Como decía, soy un auténtico fraude. Mis escasos estudios de un módulo de contabilidad se convirtieron en una Diplomatura en mi currículum vitae por arte de birlibirloque. Eso me permitió acceder a un puesto en la aseguradora. De todas maneras, allí, el que más o el que menos viene rebotado de cualquier otro tipo de trabajo. Esta la cosa tan mal que tengo auténticas eminencias como compañeros de ventas. Tanto talento desaprovechado, y en cambio tanto aprovechado sin talento escalando puestos. En fin, no seré yo quien tire la primera piedra.
Fíjense si mi vida es un embuste que hasta mi propio apellido es falso. El abuelo Elías creció en una familia humilde. Desde muy pequeño sabía que aquellos no podían ser sus hermanos porque su piel cetrina y su cabellera negra poco tenían que ver con esas testas pelirrojas. En su documento de identidad figuró hasta los 21 años el apellido Expósito, nunca fue adoptado oficialmente por los padres que lo criaron, aunque siempre lo trataron como a uno más, sin distinción en trato entre “hermanos”.Entonces decidió cambiar su apellido por el de Aguirre, por aquel explorador que ansiaba encontrar su propio paraíso en aquellos territorios inexplorados. Convino en que era hora de pasar página, que las carencias que pasó en su infancia y juventud habrían de tocar a su fin. Pero sus ganas de comerse el mundo se vieron truncadas por el accidente en el que quedó lisiado de una pierna al ser atropellado por una moto. Se tuvo que conformar con una vida humilde, un trabajo humilde, un humilde “paraíso” junto a mi abuela, todo corazón y coraje para sacar adelante a la familia.
En honor a la verdad, tengo que decir que nunca he tenido especial apego a las cosas materiales, me da asco esa gente que muere gorda y rica sin haber disfrutado realmente de la vida, sólo pensando en acapararlo todo, ese “yo más que tú” como principio vital. Pero ahora que me pongo a pensar, resulta que yo he sido el paradigma del extremo contrario. Por enumerar algunas cosas “no mías” diré que la hipoteca de la casa la sigo pagando religiosamente, a duras penas, aunque su uso y disfrute está asignado a mi exmujer e hijos hasta la mayoría de edad de estos, y para eso todavía falta bastante tiempo. El coche que venía usando hasta hace poco está a nombre de mi suegro, pues me convenció de que podía obtener un mejor precio y ventajas fiscales como discapacitado que es. Ahora soy un asiduo del autobús, claro está. Sigamos. Casi toda la ropa que visto en estos momentos es de segunda mano, hasta ese punto hemos llegado, el mechero lo cogí de la barra de un bar, el paraguas, de la puerta de un restaurante, y las maquinillas de afeitar las robé en el supermercado. ¿Se puede caer más bajo?.
Desde la pequeña y mugrienta habitación de esta pensión se ven las copas de los árboles, ni siquiera desde aquí se ve un horizonte despejado. Los pájaros vuelan libremente, de rama en rama, despreocupados, libres. La tormenta puede arrasar su nido en cualquier momento, pero no es una tragedia para ellos, simplemente es volver a empezar. Me gustaría poder ser como ellos, y recomponer con ramitas mi destrozado nido, mi destrozada vida. La ventana está abierta, nadie mira, a nadie le importa, nada tengo ya que perder. Cuidado ahí abajo...

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