BLOCES ARTESANOS PARA POETAS

Quiero que conozcáis la faceta artesana de Dora... utilizando materiales reciclados, desde cartones, flores prensadas, algunas cuentecillas de bisutería, papel vegetal, telas, cromos, hilo de guita,etc. Ha diseñado y elaborado unos bonitos bloces, albunes de fotos y marcapáginas. Quienes quieran recurrir a un regalo original, biológico, romántico y personal, podéis poneros en contacto con nosotros(hernandezmontalban@gmail.com) y sus encargos y pedidos serán atendidos. Al final de este texto podréis encontrar el variopinto catálogo de sus obras.























EL HILO DEL TIEMPO


El coleccionista de botellas y cuencos de vidrio tenía la edad imprecisa de quienes saben del frío y del calor, de soledades y extravíos, y aun en ellos persiste la duda del existir. ¿Seguir adelante?, ¿replantearse un comienzo?. ¿Para qué?, se preguntaba aquella mañana de verano, tendido en la arena. Estaba completamente desnudo, mirando el horizonte de agua y espuma, buscando vestigios de alguien o algo que le hubiera acompañado en el pasado. A pesar de no recordar nada, esperaba encontrar algo que pudiera ayudarle a saber quien era, de donde venía. Cerraba los ojos y después de algún tiempo escuchaba en su mente una voz de mujer, apenas un murmullo lejano, tal vez un nombre que casi había olvidado. Sonámbulo buscó en su memoria las piezas inconclusas, los recuerdos esparcidos como restos de naufragios.
Una mujer hermosa y rubia como los ángeles, un campo cuajado de espigas y amapolas. El cielo preñado de nubes oscuras pariendo un ala de grandes plumas blancas y suaves. No pudo recordar nada más a pesar de sus esfuerzos, se incorporó como un autómata, anduvo unos metros y se adentró en el mar, nadó y se dejó llevar por las olas mientras lloraba de impotencia y angustia. De pronto el agua se volvió pesada, al menos él la percibía como una ciénaga que se lo quisiera tragar, nadó de nuevo despavorido hacia la playa y quedó jadeante, como si se tratara de un náufrago que el mar hubiera escupido. Los recuerdos ya no lo conducían al paraíso, sino al infierno. Se enfrentaba a un pasado que se le había vuelto extraño. Vivía como si le hubieran arrancado el alma, porque no conseguía reconstruir el puzzle de su vida y éste era ahora su único afán. Hablaba en voz alta consigo mismo, pues ya no sabía a dónde ir, qué hacer o decir, ni para quién. Es un exiliado de sí mismo y hasta su cuerpo le es desconocido. Y sin embargo, un rostro se le cuela entre las ruinas de las viejas imágenes, un rostro de mujer.
La noche ha quebrado en tormenta y el coleccionista de botellas abre la ventana del viejo refugio del acantilado y brama a los cielos su amargura. Como única respuesta, el rugir del viento cuando el mar golpea el arrecife. Agotado, queda dormido y sueña con los rostros de mujeres que no conoce, con el galope de briosos caballos que podrían conducirlo a la libertad o a la destrucción. Al fin le despertó el frío del amanecer. Al abrir los ojos contempló los estantes repletos de botellas vacías, colocadas primorosamente, de distintas formas y colores. Hermosas y sugerentes ondulaciones de vidrios verdes: verde botella, verde gabán, verdes grisáceos, vidrios soplados, nacarados, azules, blancos, transparentes..., botellas y cuencos de caprichosas filigranas. Hileras de botellas que contuvieron en sus senos exquisitos licores, vinos de solera, whisky, cremas, y hasta perfumes. Paredes enteras atestadas de maravillosos recipientes de vidrio, que le fascina tocar, le tranquiliza mirar, cambiar de lugar. Al hacer uno de estos cambios comprueba con tristeza que la tormenta de la noche anterior ha roto algunas de ellas, y para sorpresa suya encuentra dentro de una botella de gruesos vidrios negro azabache, una pajarita de papel que contiene un mensaje, sólo una dirección: Margarite Thierry. 7 rue de Femmapes, París.
Repetía mentalmente aquel nombre una y otra vez –Margarite, Margarite, Margarite...- reconfortado por aquellas palabras quedó dormido, entonces soñó con la visión de un gran glaciar y pretendió que aquella imagen del mundo superviviera en su memoria aún con la incertidumbre de que una vez reproducida sobre el lienzo del cuadro, volviera a suscitar en él las mismas emociones que hicieron palpitar su espíritu.
Aquella potente mole del glaciar Perito Moreno le hizo desistir, al menos mientras lo contemplaba desde su eterno enfrentamiento con el mundo que le rodeaba. Ahora prefería una serena y natural concordancia con aquel mundo y el de su alma. Pero ¡cómo expresar, cómo plasmar aquella luz fecundando el agua! Pensó que tal vez podría dialogar con aquellos azules. Se quedó contemplándolos hasta que le escocieron los ojos, hasta que comprendió por fin que aquella refracción de la luz se deslizaría por la superficie lisa del lienzo sin apenas esfuerzo. Ahora cumplía contemplar silenciosamente aquella gigantesca mole y quedar extasiado al comprobar el milagro: la refracción de la luz en los miles de cristales que componían el hielo, dando así los tonos azulados a los riachuelos, recovecos y cavernas que conformaban el glaciar en una especie de paraíso helado, solitario y andante. Una gran mole diluyéndose a sí misma y dejando como único rastro los iceberg a la deriva. Esto era el arte, lo había comprendido y sentía la imperiosa necesidad de plasmarlo. Se despertó sobresaltado, esto era otra de sus imágenes recurrentes: unas manos, sus manos tal vez, mezclando colores, trabajando lienzos, pintando iceberg.
Al volver en sí de estos sueños o trances, el coleccionista de botellas comprobaba entre sus manos, sudoroso y arrugado, el papelito con el mensaje. Y siente al mirarlo un consuelo infinito, una esperanza nueva. Se viste con aquellas ropas que de ningún modo le resultan familiares y decide entonces encaminarse hacia la dirección del papelito encontrado en la botella rota de negro azabache. En el bolsillo del pantalón encuentra algún dinero, -no será difícil- se dice para sí, sólo necesito saber en qué lugar me encuentro. Entonces repara en aquella estancia y queda boquiabierto con lo que ve: las botellas por doquier. La iluminación a base de bombillas colgando del techo, semejando lágrimas de cohetes, todas encendidas como luciérnagas en mitad de la noche. Los libros desahuciados, abandonados, desgastados por el olvido, echaban raíces por el suelo. Las ventanas eternamente abiertas reverenciaban a las hojas amarillas que poblaban las habitaciones. En el centro de una de ellas una bañera colonial donde él se acostumbró a inventarla, mientras el agua tibia acariciaba su cuerpo, él, el coleccionista de botellas la amaba en el confín del sur, el sur más al sur que nunca conoció. Allí donde la nieve es una caricia y en noviembre parece primavera.
Sin dejar de pronunciar aquel nombre, bajó la pequeña ladera escarpada del refugio. Al amanecer, el cielo soltó una finísima lluvia que fue calándole los huesos. La gente que encontraba a su paso lo saludaban sonrientes como si le conocieran. Una niña frágil se le acercó y quiso regalarle una caracola, pero su mamá le tiró del brazo y le conminó que no hablara con desconocidos. Una vez en la carretera volvió el rostro y contempló por última vez aquel extraño lugar.
Una camioneta abollada apareció tras de él. Conducía un hombre con un estrafalario bigote engominado y una cicatriz en el ojo izquierdo. Espontáneamente paró y le invitó a subir. Del techo de la camioneta colgaba una jaula con un loro al que el camionero presentó como Caribeño. Un extraordinario ejemplar multicolor que repetía un nombre de mujer: ¡Margarite, Margarite...!. Al coleccionista de botellas le llamó poderosamente la atención, pues repetía el mismo nombre que él intentaba grabar en su memoria. El camionero le preguntó -¿A dónde diablos va con semejante lluvia?.-
-Voy a París... una mujer- respondió. Caribeño volvió a chapurrear de nuevo Margarite, Margarite.
-Sí, sí, Margarite, asintió el coleccionista mostrando sus ojos ansiosos.
El camionero ordenó a Caribeño que callara y no molestara más al pasajero. El pájaro girándose alrededor de la jaula obedeció y se mantuvo en silencio por el resto del viaje. Cuando hubieron llegado a París, el camionero le zarandeó el hombro –¡Eh, amigo ya estamos, fin de tracyecto!..
La ciudad de París comenzó a girar vertiginosamente bajo sus pies, le faltaba la respiración. Miles de ojos miraban su rostro aterrado por el ruido ensordecedor que producían los motores y las sirenas, los claxon, miles de bocas sonreían mientras gritaba desesperado un nombre: Margarite, Margarite, ... antes de desvanecerse pudo ver como algunos transeúntes acudían en su ayuda. Cuando volvió en sí, una mujer y un hombre le daban agua –se ha desmayado- le dijeron -¿Podemos ayudarle?, ¿dónde vive?. Él sacó el papelito mil veces doblado y lo entregó a la mujer – aquí, es aquí, ¿podrían ayudarme a llegar por favor?..., aquí, es aquí.- Mientras les mostraba el papel tembloroso –Cálmese- respondieron, -Claro, le llevaremos. Al llegar llamaron varias veces al timbre, dentro una voz de mujer pedía calma mientras llegaba a abrirles.
-¡Carlo, Dios mío Carlo!, ¿dónde has estado?
Los transeúntes que lo habían recogido le explicaron cómo lo encontraron boca abajo, con el sentido perdido en plena calle y semejante estado de abandono. Margarite no sabía cómo agradecerles que lo hubieran llevado de vuelta a casa.
Cuando sonó el chasquido de la puerta al cerrar tras de sí, el coleccionista se sintió a salvo.
- ¿Usted me conoce entonces? ¿Usted es Margarite? –preguntaba ansioso.
- Sí, sí, estate tranquilo, no te esfuerces, ¡Dios mío, ha vuelto a suceder, has perdido por completo la noción del tiempo!
- ¿Noción del tiempo?, no es algo peor, no sé quien soy, usted me resulta familiar. ¿Pero por qué la veo en mis sueños?, pero ¿por qué?.
- Carlo, eres pintor, un pintor famoso: Carlo Lanza. Algunos de tus cuadros se exponen en las galerías más importantes del mundo. Descansa, sólo necesitas descansar. Has debido estar muchos días a la deriva, te pondrás bien.
- No, no he estado en la calle –respondió- he vivido en un lugar hermosísimo, aunque extraño- pero si él era en realidad el pintor Carlo Lanza, se decía para sí, ¿Quién era el verdadero dueño de aquel refugio?.
Se encontraba tan débil que apenas le quedaban fuerzas para seguir hablando, pero hizo un esfuerzo sobrehumano:
- Una cosa, si yo soy Carlo, quién es el coleccionista de botellas?.
Margarite al escucharlo sintió como una conmoción, la bandeja con la taza tembló entre sus manos y calló sobre la alfombra -¿Quién?- preguntó incrédula- ¿quién...?-preguntó para cerciorarse de haber escuchado correctamente. Carlo que se estaba quedando dormido de nuevo susurró:
- El refugio de los cristales..., el coleccionista de botellas vacías...
Entonces la mujer rubia como los ángeles se incorporó, miró tras los cristales presa del escalofrío que la invadía, abrió la ventana para poder respirar, pues ya le faltaba el aire, después se recogió en el suelo como una niña asustada. Sentía que podría morir de terror, pues ahora tenía la certeza de que la vieja amenaza, que ella creía sepultada en el pasado, se cernía de nuevo sobre ella y volvía a llamar a su puerta.

Dori Hernández Montalbán

GENEALOGÍA