El monje





Estaba hasta las narices, como te lo digo, del frío que hacía en el convento, y de
levantarme a maitines para orar con Dios Padre, que Dios Padre me perdone, ¿pero es
que para hablar con El hay que levantarse con los gallos? ¡Ni pensarlo!. Si, si, luego
me vienen diciendo que si a quien madruga Dios le ayuda, que si...
El monje, de luengas barbas, greñas enmarañadas y raído hábito, frente a una
desconchada talla de San Francisco de Asís, lanzaba su soliloquio. San Francisco lo
ignoraba impertérrito, tuerto de un ojo, y con el otro mirando al cielo como pidiendo
socorro. Su claustro era ahora una agujero horadado en el cerro de un barranco, quizá
refugio de pastores en los días de tormenta, o vivienda de moriscos, por lo escarpado y
dificultoso de su acceso. La cueva estaba tenuemente iluminada por un candil cuyo
pabilo ennegrecido desprendía un humillo que iba dejando su huella en la pared
encalada.
Frío y hambre, sin necesidad ninguna, que bien surtida que estaba la alacena de
todo lo nacido, y con qué tacañería se nos repartían los alimentos, hasta pasar
privaciones. Cuando no quedara más remedio, bueno estaba resignarse a los designios
del Señor, pero me consta que a veces la comida se echaba a perder. Las patatas
mismas las he visto yo sacar en una carretilla medio podridas, y echárselas a los
puercos, o los mendrugos de pan a las gallinas. Yo me había quejado al padre
Ambrosio muchísimas veces, como ministro que era de la comunidad, pero este ya
sabes que no tenía buenas pulgas y me decía que pecaba de calumniador, que me fuera
a rezar el doble y que ayunara ese día. “Ten por ejemplo a nuestro glorioso padre San
Francisco –decía- ejemplo de obediencia y humildad”. ¡De humildad, pero si éramos
más pobres que las ánimas benditas del purgatorio!.
Mientras habla coge las trébedes y las arrima a la lumbre, luego en el caldero derrite un
trozo de manteca para freír la liebre que despistadilla cayó en el cepo esa mañana. La
adereza con sal gorda y tomillo, y la deja dorar con satisfacción en la manteca.
Aquello no era un convento, como te lo digo, aquello era un cuartel, si hay que
obedecer pues se obedece, pero obedecer por obedecer, pues tampoco. Yo no sé en qué
momento, harto de tantas privaciones empecé a pensar en la escapada. Al principio era
sólo un pensamiento, como un mal barrunto que yo achacaba a la falta de
comprensión, y a las fatigas pasadas. Me negaba a dar cobijo a la idea, y rezaba dos
Padrenuestros y tres Avemarías, amedrentado por la incertidumbre de la vida fuera de
la comunidad. Pero luego comencé a reconocerle sus ventajas; la mayor de toda la
libertad de obrar, sin más gobierno que el de Dios en la vida de uno. Ahí fue donde
verdaderamente le vi yo la cara a Dios, que parecía guiñarme un ojo y me decía:
¡Anda Ceferino hijo, no tengas cuidado!, y recordé las palabras de Nuestro Señor
Jesucristo cuando decía: “Ved cómo las aves del cielo no siembran, ni cosechan, ni
guardan en bodegas, y sin embargo el Padre celestial las alimenta ¿no valéis vosotros
más que las aves...?”
Mientras parafrasea la cita se asoma a la boca de la cueva y abre los brazos
como lo hiciera el Salvador en el monte Tabor . La luz del crepúsculo recorta la silueta
de los cerros y la del monje, una brisa gélida traspasa la desgastada tela del hábito; de
los ojos le brotan dos lagrimones, no se sabe si producto de la emoción o bien del frío.
Entonces aquella mañana, cuando el hermano Cayetano te trajo para que te
arreglara, comprendí que me habías escogido como amigo, que ya no estaría sólo, y
resolví mi marcha, a la buena de Dios, que en ningún momento nos ha dejado de lamano. Coincidió que en esas fechas tuvo lugar la matanza de dos cerdos, hacía un frío
que pelaba, como el de esta noche, no te digo más..., y ya sabes que los tienen que dejar
una noche al sereno para que les caiga la escarcha. Así es que me decidí a marchar
aquella noche de madrugada, a pesar de la crudeza del invierno, no sin antes
aprovisionarme de algunas viandas: un queso, dos hogazas de pan, una garrafilla de
vino, una taleguilla de sal y una panza de tocino de uno de los cerdos ya colgados. No
me fue difícil, ya que me ofrecí voluntario para hacer la imaginaria en la vela de los
guarros. Tenía que hacerlo San Francisco bendito, yo no lo llamaría a eso hurto, lo
llamaría supervivencia. Lo lié todo en una manta, incluyendo tu imagen y atando las
esquinas me la eché a cuestas, lo mismo que Nuestro Señor se echó la Cruz y cogí
carretera y manta..., nunca mejor dicho.
Fuera la oscuridad se había hecho, las figuras del monje y de los objetos se
hacen de bronce frente al fuego del hogar, la luz del candil proyecta gigantescas
sombras, los brazos del monje se agitan como aspas de molino.
¡Qué frío el de aquella noche, Virgen Santísima!, apenas había traspuesto las
tapias del convento ya me estaba arrepintiendo. Si hasta hice amago de dar la vuelta,
pero en seguida me vino a la cabeza el refranillo “a lo hecho pecho”, y aligerando el
paso, todo lo que me permitía el peso de la carga, me alejé rambla arriba, hasta que la
oscuridad me absorbió. Caminé un largo trecho sin saber a dónde iba, pero la helada
era tan intensa que temí quedarme congelado si me paraba. Había que buscar un lugar
donde resguardarse, pero por allí no había un solo alma, ninguna choza de pastor, ni el
menor indicio de candelilla, nada. Caminé un poco más, y vi que la rambla se perdía en
un rellano de castaños, apenas se distinguían las sombras de los troncos, vi que en uno
de ellos se abría un hueco bastante grande que me sirvió de refugio aquella noche.
Tapé la abertura con la manta, comí a tientas un poco de pan con queso, y me mojé el
paladar con unos buenos tragos de vino, que me ayudaron a entrar un poco en calor, y
cogí un sueño ligero, del que me desperté con las primeras luces del alba. Al despertar
me vi rodeado de castaños y encinas, más arriba estaban los cerros, como dientes
disparejos de viejo, y enfrente el pueblo, a lo lejos. Del convento apenas se veía el
campanario y el humo de las chimenea.,A esas horas estarían llamando a maitines y
pronto me echarían a faltar, me sonrojé pensando qué pasaría cuando hallaran al
cerdo incompleto. Recogí las cosas en la manta y me dispuse a buscar un lugar donde
resguardarme. Aún no había empezado a andar, cuando, mientras echaba un vistazo,
descubrí la cueva. Estaba aquí mismo, en lo alto del cerro, como una visión milagrosa.
Juro que en ese momento escuché tu voz, Santísimo San Francisco, señalándome el
lugar, que parecía que me decías: ¡ahí la tienes!. En ella entré, al principio con cierto
reparo, no fuera que la habitase una alimaña, pero vi que nadie había, salvo yo. Que
estaba abandonada saltaba a la vista, sin puerta, falta de blanqueo y con algunos
excrementos por el suelo. Me fabriqué una escoba con una vara de almendro y esparto,
que lo había por allí en abundancia, la barrí, le quité las telarañas y la bendije.
Después daría Dios lugar a terminar de adecentarla.
El monje descabeza el primer sueño sentado en la vieja mecedora de anea que
rechina a cada balanceo. Nadie puede verlo, pero la sombra de San Francisco parece
cobrar vida en la penumbra. Se ha llevado una mano a la boca para tapar un bostezo, la
cueva entera es la prolongación de ese bostezo. La llama del candil empequeñece y se
vuelve azul, hasta apagarse del todo.
Carmen Hernández Montalbán

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