¡Qué amoroso es el amor! (poema infantil), de CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN

Dibujo de Manolo Hernández (Colegio Padre Poveda Guadix)

¡Qué amoroso es el amor!
suavito como una pluma,
crece como la espuma
y el corazón nos agita.

Hermoso como una flor
el amor nos enamora
con sus besos nos decora
el alma que canta y grita.

¡El amor es lo mejor!



Flotando sobre las cárcavas, por DORI HERNÁNDEZ MONTALBÁN


Flotando sobre las cárcavas,
el sol se va lejos ante el asombro de una hembra muda,
que de tanto conspirar con el silencio,
se le fue agrietando la conciencia.
y una vez más la rebelión de Eva que grita al fin:
Yo soy el edén,
hembra de sal,
ninfa del eco,
agua del diluvio,
exilio del hombre.


Otoñal, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN



ÉSTOS
días de otoño,
no quisiera escribir otra cosa
sino pájaros arropados de grises 
que guardan entre el plumaje un beso frío de brisa.

Estos días,
las torres recuerdan su verdor al musgo de las tejas,
se respira en rededor,
una esencia que recuerda rosas secas entre libros.

Pues la naturaleza ha quedado quieta,
espectante,
tan atenta que parece que presiente.

Estos días, las horas se visten de tornasolados cromos
y el tiempo parece rendir homenaje al silencio,
se retorna a las cosas, al rincón,
el corazón nos palpita alguna parte que dejamos olvidada.

Aquella feria tan lejana, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN.




    Las guirnaldas y farolillos de papel de colores competían inútilmente con los tiestos de macetas, pobladas de geranios y claveles reventones que adornaban los puestos callejeros de churros y buñuelos, los turrones y gallitos de caramelo veteados de arcoíris.       Las colchas nupciales de seda, a falta de mantones de Manila, lucían en las tabernas mezcladas con los peroles de cobre, brillantes como espejos.
     Las modistas se afanaban rematando los vestidos de volantes con encajes de bolillo, las uñas de gato o las puntas de festón. En algunos talleres, ya se escuchaba el sonido acompasado de las máquinas de coser de marca Singer, recién salidas de la fábrica, todo un prodigio de los adelantos de la industria. “Las mocicas lucirán como las rosas este año”- comentaban las aprendizas-. Las niñas de las cuevas, de la Estación, las de Santa Ana y las del centro sonreían frente a los espejos de cuerpo entero en los talleres de corte y confección. “Que mi madre dice que tendrá que pagárselo a plazos” –decían a la modista ligeramente ruborizadas- “No te preocupes bonica, cuando se pueda ¡no faltaba más!”.  Tan hermosas, tan garbosas las accitanas y tan decentes que muchas se marchitaban, impacientes tras los visillos, esperando que llegara la Feria para salir.
     En el río verde, la feria de ganado bullía con los tratos, las trapisondas de payos, gitanos, pastores y esquiladores; todos hacían gala de su talento para el embuste o el arte del regateo. Aquí no había mulo o caballo jaco que no se vendiera por potro u oveja que no se comprara por cordero lechal.
      En la plaza de la catedral, un tiovivo  circundado de Pegasos que giraban, subían y bajaban, hacía las delicias de los niños, los que podían pagarse el viaje, pues el resto, que era la mayoría, tenían que conformarse con mirar y así pasaban las horas embobados mirando a los otros niños como reían al despegar. Un caballero, Don Ernesto,  observa desde una esquina, se adelanta hacia el dueño de la atracción y le compra una entrada para un niño pequeñísimo y desnutrido, con una vela de moco, cuyos ojos extasiados van siguiendo el movimiento rotatorio de la atracción. Ernesto se ha gastado una peseta del exiguo jornal  que gana como maestro de primeras letras, pero siente una satisfacción inmensa y un hormigueo de emoción en la boca del estómago que casi le hace llorar de alegría, cuando ve al niño volar, soñar durante esa eternidad para un niño que son los cinco minutos que dura el trayecto. A Ernesto, con su traje gastadísimo de rayas y su gorra, se le ve sonreír bajo su fino bigote atusado mientras se aleja, recolocándose el clavel en el ojal de la solapa.  Esta tarde de septiembre, Guadix se ha engalanado para la fiesta, por la plaza de la Constitución, pasean las familias luciendo sus mejores prendas, algunas se encaminan hacia la pastelería de la Señá Frasquita Casas a saborear su variedad de pasteles y tomarse ¿por qué no? una copita de aguardiente dulce, un día es un día. La Banda de Música de Miguelillo López anima a la concurrencia con piezas de Albéniz y Granados, pasodobles, tangos del argentino Gardel, y una música estrambótica, desenfrenada y a todas luces indecente que se llama Charlestón. Y así, bajando por el Arco de San Torcuato, escuchando el trino de los estorninos en las huertas aledañas, llega hasta la Barbacana y descubre con sorpresa la vistosa carpa del Circo Cortés, los espectadores hacen cola para obtener una entrada, un enano disfrazado de payaso anuncia por el megáfono el cartel de variedades: ¡Accitanos! ¡No se pierdan esta tarde el espectáculo circense más atractivo que jamás hayan visto: la mujer barbuda, el Tonto Barreras y su tropa de chistosos payasos, el número de funambulismo de los incomparables hermanos Cortés, Secundino y la bellísima Aurelia! ¡Adquieran su entrada si aun no lo han hecho, no se arrepentirán, la diversión está garantizada! Y así, como atraído por un resorte, Ernesto se acerca, saca de su bolsillo la única peseta y media que le queda y sin darse cuenta, ya está allí sentado, la función acaba de comenzar. Ernesto ríe a carcajadas con los payasos, se impresiona con la mujer barbuda, se estremece con Hércules; el domador de fieras y al final, cuando parece que es imposible mayor deleite, se anuncia el número de equilibrismo y allí en lo alto, a un extremo del alambre, radiante aparece la estrella: un ángel rubio vestida de satén plateado, como un rayo de luna. Sus esbeltas piernas de nácar desnudas, más que caminar, parecen levitar en el vacío sin otro sostén que la fina cuerda en la que se posan. Al otro extremo un muchacho de cuerpo atlético se aproxima hacia ella por la cuerda sosteniendo una pértiga. Es entonces cuando se produce el formidable ensamblaje en una suerte de fantásticos equilibrios, que se suceden para terminar virtuosamente en  la pista. Los hermanos recorren la platea agarrados de la mano y saludando al público de la primera fila. La bella Aurelia lanza besos por doquier y durante apenas unos segundos las miradas de la artista y la de Ernesto se encuentran y se mantienen. Al finalizar la función, Ernesto hechizado, permanece sentado en su butaca mientras el público abandona sus asientos para dirigirse a la salida.  Se resiste a abandonar el lugar donde los ojos verdes de la hermosa funambulista se posaron en los suyos. En el camino de regreso a casa el maestro sueña con ese mágico encuentro, con la gracia y naturalidad del cuerpo de Aurelia, y mirando en dirección a la torre de la catedral, ya casi anocheciendo, ve lo que parece una estrella fugaz, cierra los ojos y cuando va a formular el deseo,  siente el estruendo de la pólvora, los fuegos de artificio han comenzado. Miles de estelas de colores se multiplican en el cielo de septiembre. Arrobado por la belleza, el sensible Ernesto piensa que lo más hermoso siempre es fugaz, gracias a eso, la ilusión se renueva constantemente.

Perro abandonado, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN.


Acechaba  al sol naciente,
encadenado al olvido de las cosas sin nombre,
lo veía elevarse,
devorando las sombras de un paisaje inaudito,

sin comprender su condena de animal solitario.

Entrevista de Wadias (16/08/2014)


CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN.
Licenciada en Documentación y Diplomada en Biblioteconomía por la Universidad de Granada. Ha trabajado en distintas bibliotecas, archivos y centros de Documentación  de Andalucía uno de ellos el Centro de Documentación de Artes Escénicas de Andalucía. Colabora con distintas revistas y periódicos, con artículos de investigación histórica y genealógica, además de textos literarios.  Coautora, junto con su hermana de dos libros de relatos: Cuentos del viejo Wädis y Leyendas de Sulayr y otros cuentos remotos. Como miembro del Colectivo Sustari, ha colaborado en varias publicaciones de la asociación cultural: Antología poética, Menacir: colección de poemarios y El imaginario vientre de la tierra. En colaboración con el pintor francés Paul Rey, publica el libro Pictorias para leer con lupa, que fue presentado en abril de 2011 en el Instituto Cervantes de Toulouse y objeto de estudio en el Seminario “Arte visual y relato breve frente a frente” en la Universidad de Toulouse Le Mirail (Tolouse , Francia, Abril 2013). Finalista en el I Premio internacional de narrativa femenina Bovarismos 2014 e incluida en el libro: Soñando en Vrindavan y otras historias de ellas, La Pereza Ediciones, 2014. Actualmente es la presidenta de la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Arte “La Oruga azul”. Recientemente ha colaborado con su poesía en la exposición Art Mariage o los estados del alma en Alcalá la Real (Festival Etnosur 2014).



Nos acercamos a esta autora-creadora, para que nos presente y nos invite a ver la exposición Art Mariage, que podremos ver en Guadix desde el día 18 al 31 de agosto ¿Cómo ha sido el crear esta exposición?

Siempre me he sentido atraída por proyectos en los que participen varias disciplinas artísticas, como el que ya, en el año 2010 tuve el placer de realizar junto a mi amigo, el pintor francés Paul Rey que fue publicado en el libro Pictorias para leer con lupa. Mi hermana Dori y yo conocíamos al periodista Jorge Pastor y habíamos visto algunas de sus fotos, nos llamó la atención su capacidad creativa para contar historias con la fotografía, inspirada en escenas cotidianas y actuales. Así es que hablamos y comenzamos a trabajar hace aproximadamente un año, a intercambiar impresiones, ideas, imágenes, poemas, hasta que el proyecto fue cobrando forma. Un día, tomando una cerveza los tres, comentando el tema del maridaje gastronómico, vimos claramente que nuestro trabajo también era un maridaje, el de las artes, y así se concretó el título de la exposición.

Es un mariage a tres, ¿cuál es el papel de cada uno en esta exposición que podremos ver en Guadix?

Jorge Pastor es el autor de la parte gráfica de este proyecto, es el fotógrafo, y Dori y yo somos las autoras de los poemas.

Habláis de un maridaje fotopoético. ¿La poesía rima bien con la fotografía artística?

En realidad, si entendemos como arte, el resultado de la capacidad creativa del ser humano para expresar y comunicar con belleza, a la vez que conmover al espectador o receptor, todas las disciplinas artísticas pueden maridarse. La poesía ha sido siempre considerada por el lector de a pié como un género vetusto y exclusivo, para eruditos y elegidos. Sin embargo, a nadie se le escapa la capacidad de la poesía para despertar las emociones, por muy críptica que pueda resultar, siempre hay una palabra, un verso que conecta con esa parte emotiva. Y es que la poesía se nutre de los cinco sentidos, con ella se puede tocar, ver, oler, degustar y oír. La luz, el color, las formas, los motivos y el realismo gráfico de la fotografía son, y han sido siempre, motivo de inspiración para la literatura, en especial para la poesía y el relato breve.

¿El lenguaje de la exposición tiene que ver con Guadix, está adaptado a nuestra tierra, o es un lenguaje universal?

No, nuestra exposición tiene desde el inicio un carácter universal, las emociones, los estados del alma, son el eje central del trabajo, en el que el elemento humano está siempre presente. Sin embargo, Guadix también participa en nuestro proyecto como fuente de inspiración, pero eso ya lo veréis.


¿Pretendéis conmover con vuestro fotomontaje al espectador, sea de donde sea, no importa la edad?

Sin duda, es a lo que aspiran la mayoría de los artistas, ya hemos tenido la oportunidad de comprobarlo durante los tres días que nuestro trabajo ha estado expuesto en Alcalá la Real, como exposición del festival Etnosur.

Los sentimientos humanos son tan difíciles de expresar, de comunicar…¿Parece que las mujeres tenéis más facilidad a la hora de conectar con los sentimientos, ¿Cómo lo ves? ¿Ayuda la poesía para ello?.

Bueno, en mi opinión, no creo que las mujeres tengamos más facilidad para conectar con los sentimientos, aunque sí para expresarlos. La mayoría de los hombres han sido tradicionalmente educados para mostrarse fuertes. Se ha identificado siempre la expresión de las emociones con la feminidad o la debilidad de carácter. Afortunadamente eso está ya cambiando. Tengo muchos amigos poetas, tanto hombres como mujeres, y creo que no hay una significativa diferencia entre ellos a la hora de conectar con esa parte emocional, expresada en su poesía.

Empezó la exposición en el Palacio Abacial de Alcalá la Real  en el mes de  julio, con motivo del Etnosur. ¿Qué tal fue la acogida de esa exposición en el marco de Etnosur? (háblanos un poco de Etnosur).
Etnosur es un festival gratuito y multidisciplinar que se celebra desde el año 1997 en Alcalá la Real (Jaén), sobre la tercera semana de julio de cada año. Está organizado por el Ayuntamiento de la ciudad. Su programación está orientada a niños y adultos, alcalaínos y foráneos, la música se funde con circo, talleres, foros, Exposiciones, etc. Nuestra exposición fue seleccionada para este año, Jorge se puso en contacto con el director del festival y le habló de nuestro proyecto, la idea le encantó desde el principio. La acogida ha sido de lujo, el lugar donde se ubicaba la exposición, el Palacio Abacial es un edificio histórico, que fue restaurado para ser residencia desde el siglo XVIII del Abad, antes, dicha residencia, estaba en un antiguo edificio del Castillo de la Mota, es un monumento de una gran belleza. La exposición fue visitada, según la persona encargada del punto de información, por unas 4000 personas, esto superó nuestras expectativas. Además, la gente que nos visitó se mostró muy interesada en cada maridaje, recibimos muchas felicitaciones.

Parece ser que con el aval de la marca Etnosur, está previsto llevar la exposición a otros lugares de  la geografía nacional. ¿Nos puedes decir el itinerario previsto?
De momento tenemos cerradas varias exposiciones: Guadix, Villacarrillo, Granada, Motril, Jaén, Baeza, Linares y Madrid. Además se está preparando la edición de un libro que recoge nuestro trabajo.

En esta exposición como en otros trabajos creativos estás junto a tu hermana Dori. ¿La hermandad sanguínea facilita la creación artística?

Más que facilitarla, la estimula. Tener una persona tan cercana que comparta tu vocación y tus intereses por el arte es muy alentador. Nos conocemos, existe una simbiosis entre nosotras que hace, que cuando trabajamos juntas a veces sobren las palabras.

Entre tus diversos trabajos artísticos, recuerdo uno sobre la paz,  que decía:

¿Cómo  hemos llegado a esto?
Parecían preguntarse los cadáveres tras la contienda.
La respuesta llegó después de la carnicería,
porque pregunta y respuesta quedaban implícitas en el resultado.
Todos iguales ante la muerte,
cadamuerto es una derrota…

Estos días en medio del cálido agosto, no hay tregua en el mundo, y siguen las guerras. Siguen las muertes injustas e innecesarias, entre países supuestamente atrasados y también supuestamente civilizados. ¿Podemos hacer algo más por la paz?

Sí, este texto completaba un maridaje que finalmente no fue seleccionado para la exposición. Una foto muy sugerente de Jorge Pastor en el que aparecía un plato lleno de cabezas de pescado. Tengo que decir, que trabajar con Jorge ha sido un placer, resulta fácil, porque ha sabido captar desde el principio nuestra personalidad artística, la singularidad de cada una, y la idea del proyecto, ha trazado el camino con su fotografía, le ha dado cuerpo y unidad. En cuanto al tema de la paz en el mundo, mientras el ser humano no comprenda que somos uno, mientras no se eduque para fomentar el sentido común, mientras primen los intereses particulares, políticos, económicos, alrededor del Becerro de oro, el conflicto está servido, NO HAY JUSTICIA SIN IGUALDAD.


Llevais publicando, vía internet desde hace meses, la Revista ABSOLEM, editada en Guadix (GRANADA) por la Asociación para la Promoción de la Cultura y el Arte "La Oruga Azul", donde podemos ver la colaboración de muchos escritores y artistas. ¿Cuál es el balance de esta publicación nueva en la red accitana? ¿Se han cumplido los objetivos propuestos?,

La revista ABSOLEM comenzó a publicarse paralelamente a la creación de nuestra asociación en mayo de 2013; al carecer de recursos económicos para su realización, pensamos en crear un blog para nuestra asociación y que en este se diera un espacio a la revista, solicitamos un número ISSN y comenzamos con su elaboración. Cada mes se propone un tema, que sirve de inspiración a todo tipo de colaboraciones artística (escritos, fotografías, pinturas, artesanía, música, vídeo, etc.). Los artistas gráficos han colaborado con preciosas portadas, a las que sigue un sumario enlazado a cada colaboración. Vamos por el número 15 que estará dedicado a la fotografía. Contamos con un gran número de colaboradores de distintos puntos de la geografía nacional y aunque son menos, internacional, algunos de ellos de reconocido prestigio. Y el blog ha tenido hasta ahora 17.439 visitas. En la asociación además realizamos otro tipo de actividades culturales, como lecturas, talleres, certámenes, etc. Los objetivos se están cumpliendo.

Carmen es  accitana por nacimiento y convicción, y ejerce como tal. ¿Qué crees que le falta a Guadix para mejorar en el ámbito cultural? ¿Qué propondrías?

Creo que Guadix cuenta con una cantera de artistas nada despreciable, artistas con muchísimo talento, en mi opinión Guadix tiene que cuidar más a sus hijos, no digo que sea una mala madre, sino que es una madre con preferencias, según el color político que gobierne. Yo crearía una Escuela Municipal de Teatro, en el que se impartirán varias disciplinas relacionadas con él.El teatro es el hijo pródigo de Guadix, que paradójicamente es cuna de uno de los grandes dramaturgos del Siglo de Oro: nuestro Antonio Mira de Amezcua. Crearía un festival de teatro que algún día llegara a compararse al de Almagro. Creo que la ciudad debe dejar de mirarse el ombligo y mirar al exterior, proyectarse, porque puede hacerlo. Otra asignatura pendiente de Guadix en el ámbito de la cultura y el turismo es el cuidado y la protección de su patrimonio, debería protegerlo, embellecerlo y difundirlo más.


Te has movido entre la poesía, los microrrelatos, los cuentos… ¿en qué terreno te encuentras más a gusto? 

Todos los géneros me gustan, aunque me siento más cómoda en el relato. Actualmente estoy escribiendo mi primera novela, inspirada en el dramaturgo accitano antes nombrado.


¿Quieres añadir algo más?

Sí quiero daros la enhorabuena por el extraordinario trabajo que hacéis en el semanario Wadias, que mejora con cada edición. Y agradeceros vuestra acogida a mis colaboraciones y a mis opiniones. Muchas gracias.


A tres poetas, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN.

A Federico García Lorca



Es tan grande tu alegría 
cuando a tu risa me asomo, Federico
que se transforma en agua la palabra,
se inclina mi espíritu y mi humilde homenaje se derrumba.

¡Federicooo!
Ya corre tu nombre por la laderal del Darro,
moreno nombre que golpea todas las puertas de Granada.
Y huele a nardos el aire,
aunque hoy llueva en Nueva York
y las grandes avenidas te alcen los brazos pidiendo socorro.

Federico, 
qué dulzor de canela hay en tus ojos,
que sabor a pan moreno para el pobre en tus manos.

Se secó la tinta de tu pluma y desde entonces,
papeles blancos como palomas se han quedado dormidos,
el paisaje se ha hecho inmortal,
las cosas se han quedado quietas,
y un grillo espera paciente que vuelvas para ofrecerte su canto.


A Juan Ramón Jiménez



En lo quieto, 
en esa quietud de cielo que mece estrellas,
en el sosiego de las tardes de manzanilla y clamores de riachuelo,
en los bastidores,
donde mujeres derraman flores, te recuerdo Juan Ramón.

En la quietud,
en las noches oscuras
donde alaridos de perros roen la tierra,
en ese sol que cava un gallo de madrugada,
en el viento que debora esquinas
y roba niños en las casas blancas,
te presiento Juan Ramón.

En lo que no tiene imágen,
en mi corazón o garabato sin nombre,
en esa vida que duele toda,
en las rosas que me quedan que aprender,
en los amaneceres que me faltan por soñar,
en todo lo que me aproxima a tí, maestro Juan Ramón,
yo te hago un verso,
y pongo una flor blanca en tus tiernas manos de poeta.



A Miguel Hernández



Hay quien no sale de la sangre,
del sino sangriento que lo empuja,
hay quien intenta transformar toda una lluvia de puñales
en simiente de trigo, todo en vano.

Paredón contra el huracán desordenado e irracional de la codicia,
blanco preferente de la ira del tirano,
cuanto más transparente un alma, mas perseguida,
más humillada,
más desecha.

El tiempo se puso amarillo sobre tu fotografía
y el cuchillo carnívoro no cesa,
pues el rayo que te habita vino a quedarse desde tu nacimiento.

Miguel, 
sólo en la tierra late tu aliento,
ahora la tierra es un camino que te lleva,
donde vino a desembocar tanta calavera,
tanto corazón de terciopelo ajado,
tanto humano que en el animal humano persevera.

Desde aquí recojo tu abrazo de soldado,
que no tuvo más arma que la voluntad de la justicia,
y el aire comenta que no fue en vano tu destino de amapola.


El ultimo Guerrero de Tartesos, por DORI HERNÁNDEZ MONTALBÁN.



            Debió ocurrir en los tiempos más remotos de la historia de Andalucía, cuando aun esta tierra se resquebrajaba por los movimientos sísmicos, cuando todavía se llenaban los surcos de aguas bravas libertadas a causa del alterado latido del corazón de la tierra; cuando los dioses de los fenices se instalaron entre los naturales del lugar y tras aquella tapadera de gente religiosa y ufana, vino a ocultarse la codicia. Fue entonces, cuando por todo el reino de Tartesos se escucharon sonido de tantanes, cantos inconclusos, salmodias en un lenguaje remoto que ninguno de nosotros podría hoy comprender.
            Los hijos del dios sol oraban, suplicaban en favor de su rey el gran Argantonio. Suplicaron hasta quedar vencidos por el cansancio, extenuados por los continuos días de ayunos y plegarias.
            En las dependencias ajardinadas del palacio real, la princesa Ailicea, ajena a todo, da de comer a los pavos reales. Hasta que escucha a la multitud que vocifera agolpada a las puertas del templo rogando por la salud de su rey. Se pregunta el porqué de aquel mutismo de los sacerdotes para con el pueblo y decide averiguar lo que realmente está sucediendo. Sale del palacio a hurtadillas, confundida entre la muchedumbre, consigue llegar hasta el palacio de las audiencias y penetrar en la cámara real sin ser vista. Se oculta detrás de una de las regias columnas y presencia cómo el esclavo etíope enciende los pebeteros. Dirige la mirada hacia el fondo de la estancia y allí encuentra un tímido reflejo del que fuera su abuelo: el anciano Argantonio, ahora apenas es un hombre recostado en el tálamo, empapado en sudor y vestido de lino y oro como si se hubiera preparado para recibir a la muerte. Hace días que nada come ni bebe, a no ser la bebida que le administra Arak, el gran sacerdote de Melkart; hombre mulato de considerable altura, con la cabeza rasurada y los ojos sombríos, protegidos con una especie de grasa coloreada. El sacerdote abre los brazos cual ave de mal agüero y entona una plegaria martilleante que atormenta al anciano. Argantonio se incorpora haciendo un esfuerzo sobrehumano y ordena salir de inmediato al sacerdote, que obedece únicamente porque teme delatarse en presencia de la guardia personal del rey de la plata.
            Rodea la estancia un maravilloso jardín de plantas exóticas, regadas por tranquilos manantiales en donde los laureles derraman sencilla nobleza. El agua suena cristalina y misteriosa mientras el esclavo etíope se abre paso entre la fronda. Una vez se ha asegurado que nadie lo ha visto salir de su escondrijo, ayuda a incorporarse al rey, dándole de beber agua a pesar de la orden prohibitiva de Arak. Es entonces cuando la princesa Ailicea sale tras de la columna, se acerca a su abuelo, coge su mano y la acaricia llevándola a su mejilla humedecida por las lágrimas.
            - Ailicea, mi niña, -le susurra -, huye, sé más rápida que el viento, vete lejos de las tierras del sol. Nuestras vidas corren peligro. Viaja cuando la noche se haga, la diosa Iluke te iluminará. Saone, la anciana te preparará para el viaje. Todo está dispuesto. He sabido por mi fiel esclavo Tubú que el gran sacerdote del templo de Melkart traiciona a nuestro pueblo. Su corazón, colmado de codicia, no distingue el bien del mal. Debes alejarte de los palacios de Tarsis y aún de los de la nueva ciudad de la bahía que los fenices han dado en llamar Gadir. Has de encontrar al único descendiente de oceánidas; lo hallarás entre mis leales de Tarif. Sólo él puede leer los signos arcanos y preparar el antídoto que necesito para seguir viviendo. Nada has de temer, te protegen las aves sagradas desde tu nacimiento. Por ahora nadie debe conocer el verdadero motivo de tu partida.
            Argantonio colocó su mano extendiéndola sobre la cabeza de su nieta y dijo las palabras que únicamente él entre los jefes podía pronunciar: cumple lo que ordena el rey de los navíos.
- Hágase- respondió la joven inclinándose ante él -. ¿Qué diré a mi padre a quien debo obediencia?.
- Nada, ahora deberá proteger la ciudad de la bahía de los aliados de Arak. No atormentemos más su ánimo. Ve, mi espíritu está en ti, mi fuerza está en ti, mi sangre es también la tuya.
Mientras esto sucede en el palacio de las audiencias, en las dependencias contiguas al templo de Melkart, el gran sacerdote reúne en asamblea a los diáconos corruptos y altos dignatarios para prepararles ante la situación de crisis que se avecina e informarles sobre las batallas que se habrán de librar para finalmente hacerse con el poder. Todo está trazado, Arak espera tener la presa en total indefensión para así poder caer sobre ella, cual ave carroñera, y comerse sus entrañas. La presa no es otra que Argantonio, al que sutilmente ha ido envenenando hasta inmovilizarlo en el tálamo. Ahora se relame y acicala para la ocasión: coloca escrupulosamente pliegue a pliegue la túnica talar, la misma con la que oficia los ritos; sujeta la larga capa color grana; se adorna las manos con anillo de oro y piedras preciosas para poder hacer ostentación de riquezas ante sus subordinados. Sombrea sus malévolos ojos para protegerlos de la fuerza del sol eterno pero no así de su propia mezquindad.
En el cielo de la ciudad de la felicidad aún revoloteaban los vencejos, todavía en el interior del templo, el viejo etíope leal a Argantonio puede prender los candelabros y quema perfumes del lampadario, mientras en el fondo misterioso de sus ojos de negro puro tiemblan las lágrimas contenidas. Está en la sala de adoraciones y plegarias: un recinto circular construido a base de gigantescas piedras perfectamente ensambladas sin aparente argamasa, cubierta por una impresionante cúpula. Las débiles candelillas conformarán, una vez encendidas, un anillo de luz alrededor del dios; representado en el suelo por un círculo de piedra esculpida con arcaicas inscripciones. El disco contiene además doscientos cuarenta y dos signos jeroglíficos por los cuales se expresan en verso las leyes tartésicas. El conjunto constituye una impresionante fortaleza que custodia en su centro un sol de oro. En el ámbito de las liturgias se alzan siete columnas donde rezan varias plegarias al dios, más los nombres y símbolos de los siete reinos de la estirpe de Tartesos.
En aquel recinto, a solas con un dios que no es el suyo, el esclavo rememora su tierra africana, rebusca en la memoria un tiempo lejano, en el que él, niño y libre, fue feliz. Ahora es tan sólo un viejo siervo en el templo de un dios indígena. Y aun rodeado de tanta majestuosidad, su corazón se siente prisionero. Se sabe cautivo aún en aquel maravilloso recinto que en otro tiempo construyeran valerosos hombres de tartesos, ayudados por otros esclavos como él al servicio de Krisaor.
Una vez finalizada la tarea del encendido de las candilejas mira a su alrededor contemplando la luz que desprenden y piensa:
No soy más que esta pobrísima luz, frente a la luz inmensa y poderosa del sol. ¿Habrá también un sol de los esclavos?. ¿O acaso sea éste el mismo sol de África que llega hasta esta tierra y es también mi dios?. Pero ahora, cuando la desgracia golpea Tarsis: la ciudad de los expatriados, la de los huidos, la de los esclavos ¿a dónde podremos ir?. El temor que sentíamos en el pasado ha ido envejeciendo con nosotros hasta convertirse en simple miedo, ¿pero miedo a qué?. Aquí estoy... solo en la prisión definitiva, de la que no saldré jamás. ¿A quién volver los ojos, a vosotros dioses extranjeros para los que apenas soy el siervo de las candelillas, el esclavo que se ocupa de iluminar vuestras sombras?. ¿A quién volver los ojos ahora implorando piedad? Y, sin embargo, he sido leal al rey aún no siendo éste mi rey. ¿Es él acaso otro dios? No, los dioses no tienen sangre; él sí la tiene a pesar de tener una sangre pálida, una sangre impura como la de todo hombre hecho de sangre; tan igual a la mía, a mi sangre negra de esclavo que no podrá aclarar manantial alguno. Igual a la de cualquier otro hombre hecho de sangre.
Y por primera vez el esclavo etíope se siente un hombre libre, un hombre nuevo que ha hecho algo por iniciativa propia: ser leal a otro hombre. Incluso no teme las represalias del sacerdote, aunque sabe que si Arak lo descubriera sería hombre muerto. Sólo él conoce hasta donde puede llegar la maldad de quien es hijo de Abatís: la amante etíope de un guerrero mercenario. Pues en los días de su nacimiento el oráculo habló y las predicciones fueron nefastas; lo dejaron a las puertas del templo de Melkart y lo abandonaron a su suerte. Desde entonces la estirpe del guerrero mercenario y de su hijo ilegítimo quedó maldita. Arak creció en el templo de un dios fenicio como el niño maldito, alimentado por la semilla del desprecio y la desolación hasta que fue consagrado a Melkart. Tal fue el odio acumulado a lo largo de su vida, que fue dando rienda suelta a su maldad movido por la codicia y la ambición. El día que enfermó, ya anciano Argantonio, sonó para él el timbal de la oportunidad. Aprovechando su convalecencia, le aconsejó cierta medicina. Urdió el plan junto con sus mercenarios fenicios e indispuso a los jefes tartesios, para de este modo mantener ocupado al príncipe primogénito en la defensa y pacificación de su pueblo. Y así, libre de todo cuidado obrar a su antojo, con el único fin de conducir al anciano hasta la muerte.
No muy lejos de allí la batalla ha prendido. Hombres y mujeres recogen a los guerreros y socorren a los heridos. Otros vuelven a los hogares llenos de amargura, abatidos por el cansancio y la desesperanza. Ailicea salió de palacio procurando no ser descubierta y el viento la recibe con el hedor de la muerte. El viento que viene del norte aviva y voltea las cenizas, casi apagadas, de las fogatas en los campamentos improvisados; mientras, una turba infecta y harapienta intenta reconocer de entre los caídos a sus hijos. Entre cientos de cuerpos traspasados por las lanzas flamean los escudos desahuciados en el lodo. El gran jefe de Tutugui se desangra a los pies de la muralla. Largas hileras de guerreros heridos van llegando desde todos los puntos cardinales para acabar al amparo de los santuarios consagrados a las ninfas de las aguas e implorar a Astarté, la madre fecunda, o que los pueda proteger la impunidad de la noche.
Alicea descubre horrorizada la derrota en los rostros abatidos de aquellos que aún son leales a Argantonio. Aterrada cruza los campamentos hasta que se desvanece. Saone, la anciana que se halla en el lugar convenido sale a su encuentro, la reanima, y las dos mujeres se dirigen a pie al santuario de Aorno, diosa de las aguas. Al fin penetran por una gruta subterránea que las aleja de todo peligro. La anciana contempla a la princesa con inmensa ternura.
- Mi señora, descansad ahora e intentad dormir, aquí estaremos a salvo, más aún hoy, en la noche de las luchas, habréis de descansar.
Saone, la enigmática adivina, comió unas frutillas parecidas a las cerezas, que le otorgaron el poder de la clarividencia. Aquellas frutas las había recolectado del mítico árbol, que según se decía, nació de la sangre de Gerión y que sólo producía los frutos cuando era visible la constelación de las pléyades. Al despertar Alicea, la mujer la previene de infinidad de peligros. Cambia su rica túnica por otras ropas más anónimas y la cubre con los cueros propios de las indómitas mujeres guerreras.
- Las aguas sagradas del manantial han mostrado el camino. Debes dirigirte a la ciudad antigua, oculta a los ojos de los hombres. Es un lugar en el que el agua y la luna se miran. Allí encontrarás las grandes piedras de los oráculos. El pasado se guarda en la memoria de la piedra. Los primeros signos escritos contienen todo el saber: lo conocido y lo desconocido, lo pasado y lo que ha de venir. El último guerrero oceánida duerme en las proximidades de la ciudad del laberinto, vive entre los leales de Tarif. La antigua ciudad se encuentra al pie de la montaña que escupe fuego, rodeado de anillos de tierra y mar.
            La batalla ha prendido también en las cercanías del santuario de Melkart, desde donde el gran sacerdote gobierna a todo un ejército de malhechores y mercenarios que atacan e incendian los poblados. Su orden es que defiendan las murallas de la ciudad de la bahía con sus vidas; en donde cerca de doscientos leales a Argantonio han sido apresados y castigados. El enorme botín que esto supone ha sido guardado a buen recaudo en el interior del templo,  donde él es amo y señor. Los prisioneros hacinados, junto al valioso cargamento de plata y oro, enloquecen mientras esperan una muerte segura.
Tras la bendición de la anciana, parte Ailicea viajando durante la noche, sintiendo que algo o alguien la observa y caminando durante el día delante de su caballo para no fatigar en demasía al animal. La gente de los poblados del bosque de acebuches le salen al paso harapientos y heridos, unos para pedir ayuda, otros para robar, hasta que el cansancio la invade y se sienta fatigada y recelosa a la sombra de un extraño árbol de grandes hojas y gigantescas ramas. Hasta que su noble mirada de indígena ibera se pierden en la infinita llanura  que se extiende ante ella tonsurada de naranja y amarillo. Cuando abre los ojos tiene a su alrededor a toda una familia de leones que parecen custodiar su sueño. El miedo la paraliza hasta que se da cuenta que aquellos leones forman parte de sus animales domesticados que han sido capaces de seguirla hasta allí. Con tan singular escolta y tras algunas jornadas más de viaje, consigue llegar hasta la tierra de las aves: los flamencos color rosa y las garzas reales. Pero allí no encuentra más aves que aquellas que no han podido levantar el vuelo. Entonces recuerda el augurio de Saone: "Vendrá el día más triste antes del fin del tiempo presente. Las aguas bramarán y todas las aves sagradas desaparecerán de la faz de la tierra". Miró en todas direcciones pensando encontrar las aves negras, las que nunca se marchan, pero no halló sino vacío y silencio. Un silencio tan insólito que inquietó a los leones. El jefe de la manada rugió al vacío barruntando un peligro eminente. Entonces la tierra comenzó a resquebrajarse bajo sus pies, tanto Ailicea como sus animales huyeron presas del terror, mientras la tierra tiembla y vomitaba fuego. Súbitamente apareció un jinete que montaba un indómito caballo azabache sujetándose a sus crines. Agarró fuertemente a la mujer cimbreándose desde el tronco, sin descabalgar, evitando que cayera al abismo, esquivando como podía los lugares por donde la tierra se iba abriendo.
La princesa indígena, despertó al calor de una hoguera cerca del misterioso jinete, envuelta en unas pieles de camello. La luz del fuego infundía a aquél hombre un sentimiento de sosiego, una apariencia irreal, una belleza salvaje nunca contemplada antes por mortal alguno. Arropado con pieles de lobo, resaltaban sus pupilas avellana, que se habían detenido en el pelo ensortijado de la mujer. Sin dejar de mirarla preguntó:
- ¿Quién eres?
- Una pobre mujer que habla con nadie para ahuyentar su miedo, respondió Ailicea creyendo estar muerta. No le parecía una pobre mujer a Ebún, que se había quedado prendado de aquellos ojos negros y rasgados, capaces de contener todo el misterio del mundo.
-No es una pobre mujer quien se hace acompañar de leones. Por los poblados del bosque de acebuches corre la voz de que una amazona viaja buscando al último guerrero oceánida. ¿Eres tú esa amazona?.
- ¿Y quién eres tú?- respondió Ailicea mientras lo observa recelosa frente a él, embargada por una emoción nueva.
- Sólo un guerrero.
- Los simples guerreros no poseen caballos como el tuyo, ni armas tan finamente labradas.
- ¿Acaso una pobre mujer puede reconocer las armas de los wanakos?.
Ailicea guardó silencio, por miedo a delatarse ante aquel desconocido.
- Esta espada perteneció a mi abuelo, guerrero en las naves de Argantonio.
Ailicea intentó levantarse pero se sentía tan débil que casi se desvanece. El guerrero se apresuró a socorrerla.
- Tengo que llegar a la costa, ayúdame -suplicó Ailicea- ¿Conoces al último descendiente de oceánidas?
- Descansa tranquila, yo te guiaré.
- No hay tiempo, me siento muy débil, no podré continuar.
- Esa debilidad la ha producido el hambre y el miedo pero pasará en cuanto comas y descanses.
Aquel hombre la arropó de nuevo lleno de ternura y le dijo:
- Mi nombre es Ebún, único descendiente de oceánidas, y estoy a su servicio. El gran wanakos de los navíos conocía muy bien a su amigo Argantonio y su afición por amaestrar leones salvajes. Nadie podría hacerse acompañar de estos animales, si no es alguien perteneciente al clan de Argantonio. Sólo entonces Ailicea se permitió descansar pues había cumplido parte de su misión: encontrar al guerrero oceánida.
En la ciudad de Tarsis un grupo de iniciados y sacerdotes, se atrincheran taponando la entrada del templo. El viento enfurecido hacía volar los bonetes y las túnicas talares dejando al descubierto sus cabezas rapadas, mientras la comitiva del caudillo tartesio moribundo avanza con dificultad tras las ráfagas de viento huracanado. El alto dignatario, alza su vara indicando que se detengan.
-¡ Alto ahí, rey de la plata!, rugió el sacerdote.
Los guerreros que portaban el cuerpo enfermo de Argantonio se detuvieron.
- El templo no pertenece a hombre alguno, respondió uno de los guerreros.
- Pertenece al dios sol -gritó aquél esbirro de Arak, iracundo y soberbio, al igual que los tesoros que le han sido ofrecidos.
- No seré yo quien cambie eso, pero el guerrero de tierras y mares necesita su espada para emprender con honor el último viaje. No olvides que es privilegio de reyes permanecer durante algún tiempo en el interior del templo, expuestos ante el dios para hacer una última súplica en favor de su vida. Como el sacerdote no podía obviar aquel derecho delante de todos, acabó por permitir la entrada de la comitiva. Arak calibró mentalmente que si había conseguido enfrentar a las cerca de setenta ciudades de Tartesos no podía ahora dejarse llevar por simple intransigencia y echar a perder su plan ¿Y qué lugar mejor que el templo para poder controlar al anciano rey? - pensó.
- Sea -dijo al fin el sumo sacerdote, ordenando a los altos dignatarios que dejaran libre la puerta de la entrada. Los guerreros depositaron en el centro el catafalco y una vez más, alzando los brazos entonaron la plegaria en favor de su rey:
- ¿Es acaso voluntad de los dioses que muera nuestro jefe?

Ebún y la princesa se dirigían a la ciudad antigua. Nunca hasta entonces hombre o mujer habían sido testigos de tanta desolación: los vivos andaban entre los muertos, unos sobre los otros desorientados y ciegos. Tal fue la devastación en Andalucía que las aves dejaron de aparearse y en los campos reinó ese extraño silencio que sólo precede a la muerte. Los cielos envolvían de negrura las ardorosas tierras de la campiña de Tartesos, en donde los guerreros luchaban a muerte. En la región de las ciénagas selváticas llegaron a anidar las culebras y la sangre corrió a raudales empapando la corteza de la tierra hasta llegar a tocar las raíces de los árboles, tal vez por ver dónde se escondía el secreto de la vida.
Lograron salir de aquel infierno gracias al caballo de Ebún que se mantuvo en frenética carrera hasta sangrar por los hoyares. Amparados por la oscuridad de la noche descansaron exhaustos allí donde el caballo tuvo a bien detenerse. Ailicea durmió con los ojos abiertos mientras la brisa húmeda del mar les anunciaba que debían estar muy cerca ya de la costa.
La princesa se llevó la mano al corazón, como si de aquel modo hubiera podido dejar de latir con tanta fuerza; semejante pálpito lo produjo el recuerdo de su nodriza; solía pasar largas horas junto a ella contemplando el horizonte, buscando el azul presentido del mar o el vuelo de las aves sagradas.  Pues su nodriza sabía leer los signos:
-          Te encuentro triste ama -le había dicho aquel día.
-          Sí, es porque hoy tampoco vinieron las aves, mal augurio es este niña.
-          Debió ser que cambiaron el rumbo, tú misma me lo has enseñado.
-          Sí, pero no las aves sagradas, ellas siempre vuelven.
Ailicea se acunó en su regazo y le acarició el cabello ceniciento. Percibió el temblor en aquel cuerpo quebrado y presintió que su tristeza se aproximaba a la muerte, le preguntó:
-          ¿Qué temes, nodriza?
-          Sea lo que sea, no me gustaría estar aquí para verlo.
Poco tiempo después moría inexplicablemente. ¿Acaso era aquel horror del que estaba siendo testigo al que nodriza se refería?. Ailicea comenzó a templar y le sobrevino un sudor tan frío que el guerrero intentó aliviarla encendiendo un fuego y arropándola con sus pieles. La princesa, aún ardiendo de fiebre fue consciente de que aquel hombre custodiaba su sueño, e incluso de que se había recostado junto a ella para darle calor. Sintió que su cuerpo convulsionaba no solo a causa de la fiebre, sino porque se habían despertado en ella instintos y deseos nuevos. Desde aquel momento supo que el guerrero guardaba un misterio insondable que ella desconocía, pero que la perturbaba hasta el extremo de desear perderse entre sus brazos.
La princesa tuvo sueños premonitorios y se despertó llorando, varias veces a lo largo de la noche, hasta que la fiebre cedió.
Al amanecer continuaron a pie hasta adentrarse en las grutas del acantilado. Ayudados de unas teas encendidas, atravesaron un largo y angosto desfiladero por el que apenas cogía un hombre de pie; al final del trayecto, apareció ante sus ojos el paraje más hermoso que podía existir:  una extensa pradera alfombrada de flores amarillas, pequeñas flores de pétalos frágiles movidos por la brisa.
- ¿Qué clase de flor es esta? Le preguntó maravillada Ailicea.
-Es la flor de la luz, la flor amarilla de ocho pétalos., cada una de ellas tiene su correspondencia arriba en el firmamento.
El disco solar salió a lucir por ellos, asomando majestuoso por detrás de las montañas y trazando un camino de luz sobre las aguas del atlántico.
Con la luz del sol, la cara oculta del acantilado mostraba lo que parecía, a lo lejos, las ruinas de una antigua ciudad. Desde allí la mirada dominaba estratégicamente un pequeño golfo. Ebún tendió las pieles sobre la hierba para que la mujer pudiera arroparse.
Aquel espacio recóndito, exuberante, oculto a ojos humanos, era el jardín salvaje, la  viva encarnación del firmamento surcado de estrellas espejándose en la tierra.
-Este fue el paraíso de los primeros navegantes,- le dijo Ebún: entre orgulloso y nostálgico. Y cautivado por aquellos ojos almendrados y azabache de Ailicea, pasó a narrarle la historia tal y como a él se la habían contado: mis antepasados llamaron a ésta tierra con el nombre de una estrella que se deja ver únicamente cuando se pone el sol-la Esperia -.Ellos veneraban las estrellas, se dejaban guiar por ellas, asegurando que cuando las estrellas errantes cruzan el espacio, anuncian el nacimiento de los guerreros más valerosos, futuros defensores de nuestro pueblo. Según esto, cuando un niño nacía bajo tales designios, se le trataba con sumo respeto desde el mismo instante de su nacimiento, era iniciado y entrenado para cumplir destino tan honorable, pero entre algunos de aquellos hombres fue creciendo la semilla de la ambición y la codicia; la lucha por el poder les llevo incluso a desafiar al intocable guerrero errante, emboscarle y darle muerte. Fue entonces cuando sobrevino la gran catástrofe: ”una estrella voladora se aproximó al mundo conocido, secó algunos mares y su cola fue a estrellarse contra las montañas, ocasionando grandes temblores de tierra. Las montañas escupieron fuego y se hundieron en los mares en tan solo un día y una noche. Salvaron sus vidas, por voluntad de los dioses, sólo unos cuantos hombres justos.”
Ailicea,  absorta, creyó ver  en los cielos las más bellas luminarias celestes, gracias a la sugestión creada por la historia del guerrero, puesto que aún no había anochecido.
Poco después  llegaron a la cima de la montaña sagrada, desde donde pudieron  contemplar el mar de un azul intenso desplegando sus olas de espuma. La princesa no salía de su asombro porque las ruinas de la antigua ciudad se imponían a su espíritu. El aire permaneció quieto, saturado de olor a flores mientras permanecieron en la cima.Allí se encontraron con siete enormes  piedras  que dispuestas en circulo parecían nacer de la tierra. El guerrero se acercó a una de aquellas imponentes moles, en donde aparecían inscritos unos arcaicos signos dispuestos en espiral, junto a la figura de un guerrero con tocado y penacho de plumas característico de los remotos pueblos del mar.
Ailicea que le ha estado observando a cierta distancia, mientras él se hace con unas hierbas y parece meditar frente al mar. En aquel momento resuelve que aquel hombre es efectivamente el que andaba buscando, y tiene la completa seguridad que Ebún  llevará la medicina a su abuelo. Él es, sin duda, el  último guerrero, el esperado: “vendrá vestido con peto y faldellín de piel de lobo, cubierto con capa tejida de escamas metálicas y pelo de camello. Portará con honor la espada del gran wanakos de los navíos, la espada con empuñadura de plata finamente labrada, falcata y lanza de bronce.”
-Debemos dirigirnos a mi poblado, está próximo al lugar donde el rió Tartesos divide su desembocadura  -dijo Ebún- allí encontraremos lo que nos falta, para fabricar el antídoto que Argantonio necesita.
El poblado de Ebun, estaba  situado junto a un ancho canal o brazo de mar navegable por los grandes navíos en una pequeña isla rodeada de agua. El poblado resultaba, cuanto menos extraño: Estaba situado en un promontorio y consistía en un grupo de pequeñas viviendas de planta circular, techumbre vegetal, cimientos de piedra y suelos de tierra batida, demasiado primarias para la suntuosidad de los palacios de Argantonio, a los que estaba acostumbrada  Ailicea, Le sorprendieron, sin embargo las fachadas retranqueadas y pavimentadas de un mármol azul, que Ailicea no había visto nunca. Milagrosamente aquél lugar no había sido tocado por el temblor de tierra. Sus moradores danzaban alrededor del fuego. Allí todos conocían a Ebun con el sobrenombre de “El Venerable”. Vitorearon y festejaron su regreso, aunque no parecían tan entusiasmados los miembros del consejo, formado por los más ancianos, a los que todos debían respetar. Mantenían el ceño fruncido y la mirada ausente, porque sobre ellos recaía la responsabilidad de decidir si lucharían contra los traidores fenicios pues ellos no seguían a jefe alguno, ni obedecían más leyes que las que les dictaba la propia conciencia. Constituían una insólita tribu, valerosa y aún pacifica, cuyos guerreros seguían como lobos a quien les había demostrado fuerza y valor.


El sacerdote Arak, no era solo el oficiante en el culto, sino también el experto en conocer las voluntades de los dioses y en modificarlas a su antojo cuando convenía; además de administrar los cuantiosos bienes del templo.
Si moría finalmente Argantonio, y sus aliados vencían en el campo de batalla, el poder sería suyo. Luego era cuestión de tiempo, esperar algunos días y el veneno terminaría por hacer su efecto.
En estas cavilaciones andaba Arak, cuando por la puerta de la ciudad aparecían el guerrero y la princesa  a caballo. Todos los hombres y mujeres supervivientes de la gran batalla y prisioneros de Arak salieron por ver quién era aquel jinete.
Fueron saliendo de entre las ruinas de la ciudad sitiada, mientras que  el guerrero y la mujer, revestidos de aquella salvaje dignidad propia de los primeros reyes de la tierra, detuvieron el caballo, para mejor contemplar a lo que había quedado reducida  la ciudad que en otro tiempo llamaran “la ciudad de la felicidad”.
Algunas aves remontaron el vuelo y fueron a posarse sobre los torres más  altas de las murallas, y en los ojos de los derrotados comenzó ha brillar la luz de la esperanza.
Arak, apenas los vio, les prohibió seguir avanzando y ordenó a dos de sus mercenarios que les dieran muerte. Ailicea, en un momento de descuido de la guardia del templo, pues quedaron perplejos al comprobar la destreza con la que luchaba el desconocido, pudo entrar en el templo y dar de beber el antídoto a su abuelo. Se abrazó al cuerpo casi inerte que yacía en el catafalco expuesto ante la divinidad, ordenando a su guardia que lo trasladaran al palacio real. Ebún se había ido enfrentando a los mercenarios que le salían al paso, desarmándoles y haciéndolos prisioneros,  sin derramar ni una sola gota de sangre, tal era su destreza y valor, hasta que finalmente Argantonio estuvo a salvo. Reunió a los jefes y organizó la defensa de la ciudad, hasta que consiguieron reducir al gran sacerdote y sus esbirros en el templo de Melkart.
Bastaron tan sólo dos días al rey para restablecerse, pero al contemplar las ruinas y las caravanas de heridos que llegaban por doquier, convocó a todos para hablarles de este modo:
- ¿Qué se ha hecho de mi tierra?¿Qué ha sido de mi ciudad?,Aquella que acogía a los navegantes. Aquella a la  que los dioses mostraron su amparo ¿A qué ha quedado reducida?¿Qué fue de la ostentación y el lujo de sus gentes?¿Del arrojo de sus guerreros?¿Dónde está mi ciudad, aquella que acogió a los samios?¿Qué fue de mis navíos, aquellos que suministraron orgullosos a los reyes, oro, plata y marfil?. La ausencia de las aves, mis palacios saqueados, me hablan de que el fin se acerca. Todo lo que nos rodea no es más que el vestigio de lo que un día fue mi reino. Las dos orillas del río Tartesios, sembradas de cadáveres, tintan de rojo sus aguas.¿Qué hicieron mis amigos focenses y los miles de náufragos que acogió esta tierra?¿A quién he de atribuir tanta desgracia? Acaso al devenir imparable del tiempo sepulturero de los pueblos. ¿Cuál fue la causa de nuestro infortunio?¿Dónde se encontraban los jefes de Atapa, Tutugui, Obulko, Urso, Sixo, Turtha, ¿Qué queda del reino de Tartesos? ¿Qué es lo que mis ojos ven sino es desolación y muerte?¿Qué dirán de un día como el de hoy  los oráculos y los reyes de la tierra?¿Qué Argantonio se sentó a llorar su desgracia? Sabed que fue la codicia, la tristeza y el odio engendradoras de toda maldad, las causantes de tal destrucción. Sin embargo, al que he privado de libertad: mi fiel esclavo etíope, descubrió la traición del que yo creía mi amigo. Un simple esclavo y una mujer: la princesa Ailicea han bastado para salvar mi vida y la vuestra. Ella fue en busca del último guerrero oceánida. Un  único guerrero ha bastado para libertar a mi pueblo. Traedme al traidor, su nombre es Arak, lo encontraréis atrincherado en el templo de Melkart. Él es el causante de nuestra desgracia. Cúmplase lo que ordena el rey de los navíos.
Arak con los ojos inyectados en sangre, al verse descubierto mientras preparaba la huida, y prisionero en el propio templo, pidió ser sometido al juicio de los dioses. Al verle postrado ante Argantonio, los guerreros gritaron al unísono: ¡Muerte, muerte al traidor!.
- Sea -respondió Argantonio- que el toro sagrado lo condene.
Se reunieron en el lugar construido para alancear los toros y en donde se realizaban las pruebas de valor de los más jóvenes: una especie de anfiteatro de cincuenta metros de circunferencia amurallada y gradas de piedra. Sonaron timbales y el sacerdote armado con falcata y lanza salió el ruedo sintiendo bajo sus pies la finísima arena mezclada con polvo de oro. Mientras hacía creer a todos que invocaba a sus dioses, para que le asistiera en lucha tan desigual, impregnó la punta de su lanza con una sustancia mortífera. En el otro extremo, el gran toro de los holocaustos mugía al verse libre de su encierro y salió bravo, babeando y encandilando a su adversario con el gran arete de oro que colgaba de sus narices azabache. Envistió a Arak con furia corneándole la pierna izquierda y la lanza saltó por los aires y fue a clavarse en la otra pierna del sacerdote dejándole inmovilizado. Ebún saltó al ruedo desarmado y todos los allí presentes se pusieron en pie sin entender muy bien lo que aquel hombre pretendía. El guerrero llamó a la fiera retándola y la respuesta  no se hizo esperar. El guerrero burló la embestida subiéndose a lomos del toro y asiéndole por la cornamenta. Giró el animal hasta lanzarlo a la arena y cuando todos creían que lo cornearía, el toro se le fue acercando manso y lamió los pies del guerrero, volviendo a su encierro voluntariamente.
- Los dioses han hablado –dijo solemnemente Argantonio- Arak es culpable -Todos fueron vítores y aclamaciones.
- Este que veis aquí responde al nombre de Ebún, descendiente del gran wanakos de los navíos, conocido entre los suyos como el guerrero errante. La vida del traidor le pertenece.
Vítores de nuevo y nueva petición de muerte para el traidor. El guerrero sacó la lanza que había atravesado el muslo del sacerdote, y cuando todos esperaban que le diera muerte, arrojo la lanza a la arena.
- Rey de Tarsis, éste hombre está mal herido. Pido que sea embarcado junto con sus mercenarios fenicios.  Que sea el mar, el que decida sobre sus vidas, Y que ninguna tierra los acoja. Arriesgo mi vida a favor de la de los otros porque ese es mi destino, pero mi mano no ha de derramar sangre si puedo evitarlo. Ésta es la primera de las leyes de mis antepasados; todo hombre, guerrero o no perteneciente a la legendaria raza de los oceánidas la ha de cumplir.
Arak fue embarcado en un navío fenicio con el velamen podrido y los remos apolillados, cargados de tanta podredumbre y filamentos marinos, que más parecía la tenebrosa embarcación que capitanea la muerte. Poco después, el sacerdote, moría en alta mar a causa de la herida envenenada de su propia lanza, y el navío siguió a la deriva al arbitrio de los vientos y tempestades.
Después los sonidos de los tantanes volverían a escucharse en la ciudad de Tarsis, pero esta vez lo harían anunciando un largo periodo de paz. La comitiva de las mujeres volvía del templo de Atarte y todos se congregaron para recibirlas. Las jóvenes doncellas, entre las que se encontraba Ailicea, se fueron situando frente a los guerreros. Ebún quedó petrificado de admiración al comprobar el cambio surtido en la muchacha. Como mandaba la tradición: las mujeres elegirían a sus hombres entre los más jóvenes y valientes. La princesa había utilizado como adorno su diadema real y unas arracadas de oro. Todo indicaba que también ella pretendía tomar parte en la ceremonia. Y así, aderezadas con sus mejores adornos y vestidas con túnicas de vivos colores, se fueron aproximando al grupo de los hombres creando gran expectación a su paso. Cuando Ailicea se detuvo frente al guerrero errante, susurró algo inaudible y bajo la mirada. El guerrero le hizo alzar la barbilla, la tomó en brazos y de aquel modo se la llevó fuera de la mirada indiscreta de los otros.
Ailicea, fascinada por la mirada amorosa de su hombre, percibió el calor de su abrazo como algo experimentado sólo en sueños. Pasearon por los bosques de Tarsis hasta que la diosa luna navegó en el cielo entre delgadas nubes negras y ambos la contemplaron extasiados.
-          La diosa Iluke ha respondido a mi súplica, aunque su luz muestra todavía la morada de los muertos.
 Ebún, volvió a mirar a la muchacha y le preguntó:
- ¿Qué suplicaste a la diosa Iluque?.
- Que me permitiera estar junto al guerrero errante por el resto de mis días.
Ebún acarició de nuevo su cabello ensortijado de indígena ibera, la abrazó y esta vez no pudo evitar besarla, sencillamente porque el amor que sentía por ella, ni dioses, ni hombre alguno hubieran podido evitarlo. De este modo los pueblos de Thart o pueblos del mar volvieron a recomenzar, como si el mundo se hubiera vuelto a crear a partir de aquél instante, como si un dios pagano los meditara y los hubiera soñado a los dos en aquel confín del mundo.
Argantonio, tras la toma del poderoso elixir, se recuperó milagrosamente; mandó reconstruir sus ciudades y llegó a tener en la persona de su esclavo etíope al mejor de los amigos y consejeros. Se dice que vivió hasta un total de ciento veinte años de modo que su gobierno de paz le permitió ver crecer a los hijos de sus nietos y aun a los hijos de estos, pues el último guerrero oceánida se unió a la princesa Ailicea y su noble estirpe se perpetuó en tierras de la Esperia. Las aves, que custodian las piedras sagradas, regresan cada atardecer a posarse cerca de las ruinas de los viejos santuarios, y en ocasiones parecen inquietas, distintas. Su lenguaje remoto recuerda el ir y venir de las olas. Y es que estas aves han de ser descendiente de aquellas otras huidas durante la gran guerra de Tarsis, que regresan ahora buscando las orillas de aquella tierra perdida, en otro tiempo conocida como la ciudad de la felicidad.

Del libro "Leyendas de Sulayr y otros cuentos remotos" de Carmen y Dora Hernández Montalbán.


GENEALOGÍA