El ultimo Guerrero de Tartesos, por DORI HERNÁNDEZ MONTALBÁN.



            Debió ocurrir en los tiempos más remotos de la historia de Andalucía, cuando aun esta tierra se resquebrajaba por los movimientos sísmicos, cuando todavía se llenaban los surcos de aguas bravas libertadas a causa del alterado latido del corazón de la tierra; cuando los dioses de los fenices se instalaron entre los naturales del lugar y tras aquella tapadera de gente religiosa y ufana, vino a ocultarse la codicia. Fue entonces, cuando por todo el reino de Tartesos se escucharon sonido de tantanes, cantos inconclusos, salmodias en un lenguaje remoto que ninguno de nosotros podría hoy comprender.
            Los hijos del dios sol oraban, suplicaban en favor de su rey el gran Argantonio. Suplicaron hasta quedar vencidos por el cansancio, extenuados por los continuos días de ayunos y plegarias.
            En las dependencias ajardinadas del palacio real, la princesa Ailicea, ajena a todo, da de comer a los pavos reales. Hasta que escucha a la multitud que vocifera agolpada a las puertas del templo rogando por la salud de su rey. Se pregunta el porqué de aquel mutismo de los sacerdotes para con el pueblo y decide averiguar lo que realmente está sucediendo. Sale del palacio a hurtadillas, confundida entre la muchedumbre, consigue llegar hasta el palacio de las audiencias y penetrar en la cámara real sin ser vista. Se oculta detrás de una de las regias columnas y presencia cómo el esclavo etíope enciende los pebeteros. Dirige la mirada hacia el fondo de la estancia y allí encuentra un tímido reflejo del que fuera su abuelo: el anciano Argantonio, ahora apenas es un hombre recostado en el tálamo, empapado en sudor y vestido de lino y oro como si se hubiera preparado para recibir a la muerte. Hace días que nada come ni bebe, a no ser la bebida que le administra Arak, el gran sacerdote de Melkart; hombre mulato de considerable altura, con la cabeza rasurada y los ojos sombríos, protegidos con una especie de grasa coloreada. El sacerdote abre los brazos cual ave de mal agüero y entona una plegaria martilleante que atormenta al anciano. Argantonio se incorpora haciendo un esfuerzo sobrehumano y ordena salir de inmediato al sacerdote, que obedece únicamente porque teme delatarse en presencia de la guardia personal del rey de la plata.
            Rodea la estancia un maravilloso jardín de plantas exóticas, regadas por tranquilos manantiales en donde los laureles derraman sencilla nobleza. El agua suena cristalina y misteriosa mientras el esclavo etíope se abre paso entre la fronda. Una vez se ha asegurado que nadie lo ha visto salir de su escondrijo, ayuda a incorporarse al rey, dándole de beber agua a pesar de la orden prohibitiva de Arak. Es entonces cuando la princesa Ailicea sale tras de la columna, se acerca a su abuelo, coge su mano y la acaricia llevándola a su mejilla humedecida por las lágrimas.
            - Ailicea, mi niña, -le susurra -, huye, sé más rápida que el viento, vete lejos de las tierras del sol. Nuestras vidas corren peligro. Viaja cuando la noche se haga, la diosa Iluke te iluminará. Saone, la anciana te preparará para el viaje. Todo está dispuesto. He sabido por mi fiel esclavo Tubú que el gran sacerdote del templo de Melkart traiciona a nuestro pueblo. Su corazón, colmado de codicia, no distingue el bien del mal. Debes alejarte de los palacios de Tarsis y aún de los de la nueva ciudad de la bahía que los fenices han dado en llamar Gadir. Has de encontrar al único descendiente de oceánidas; lo hallarás entre mis leales de Tarif. Sólo él puede leer los signos arcanos y preparar el antídoto que necesito para seguir viviendo. Nada has de temer, te protegen las aves sagradas desde tu nacimiento. Por ahora nadie debe conocer el verdadero motivo de tu partida.
            Argantonio colocó su mano extendiéndola sobre la cabeza de su nieta y dijo las palabras que únicamente él entre los jefes podía pronunciar: cumple lo que ordena el rey de los navíos.
- Hágase- respondió la joven inclinándose ante él -. ¿Qué diré a mi padre a quien debo obediencia?.
- Nada, ahora deberá proteger la ciudad de la bahía de los aliados de Arak. No atormentemos más su ánimo. Ve, mi espíritu está en ti, mi fuerza está en ti, mi sangre es también la tuya.
Mientras esto sucede en el palacio de las audiencias, en las dependencias contiguas al templo de Melkart, el gran sacerdote reúne en asamblea a los diáconos corruptos y altos dignatarios para prepararles ante la situación de crisis que se avecina e informarles sobre las batallas que se habrán de librar para finalmente hacerse con el poder. Todo está trazado, Arak espera tener la presa en total indefensión para así poder caer sobre ella, cual ave carroñera, y comerse sus entrañas. La presa no es otra que Argantonio, al que sutilmente ha ido envenenando hasta inmovilizarlo en el tálamo. Ahora se relame y acicala para la ocasión: coloca escrupulosamente pliegue a pliegue la túnica talar, la misma con la que oficia los ritos; sujeta la larga capa color grana; se adorna las manos con anillo de oro y piedras preciosas para poder hacer ostentación de riquezas ante sus subordinados. Sombrea sus malévolos ojos para protegerlos de la fuerza del sol eterno pero no así de su propia mezquindad.
En el cielo de la ciudad de la felicidad aún revoloteaban los vencejos, todavía en el interior del templo, el viejo etíope leal a Argantonio puede prender los candelabros y quema perfumes del lampadario, mientras en el fondo misterioso de sus ojos de negro puro tiemblan las lágrimas contenidas. Está en la sala de adoraciones y plegarias: un recinto circular construido a base de gigantescas piedras perfectamente ensambladas sin aparente argamasa, cubierta por una impresionante cúpula. Las débiles candelillas conformarán, una vez encendidas, un anillo de luz alrededor del dios; representado en el suelo por un círculo de piedra esculpida con arcaicas inscripciones. El disco contiene además doscientos cuarenta y dos signos jeroglíficos por los cuales se expresan en verso las leyes tartésicas. El conjunto constituye una impresionante fortaleza que custodia en su centro un sol de oro. En el ámbito de las liturgias se alzan siete columnas donde rezan varias plegarias al dios, más los nombres y símbolos de los siete reinos de la estirpe de Tartesos.
En aquel recinto, a solas con un dios que no es el suyo, el esclavo rememora su tierra africana, rebusca en la memoria un tiempo lejano, en el que él, niño y libre, fue feliz. Ahora es tan sólo un viejo siervo en el templo de un dios indígena. Y aun rodeado de tanta majestuosidad, su corazón se siente prisionero. Se sabe cautivo aún en aquel maravilloso recinto que en otro tiempo construyeran valerosos hombres de tartesos, ayudados por otros esclavos como él al servicio de Krisaor.
Una vez finalizada la tarea del encendido de las candilejas mira a su alrededor contemplando la luz que desprenden y piensa:
No soy más que esta pobrísima luz, frente a la luz inmensa y poderosa del sol. ¿Habrá también un sol de los esclavos?. ¿O acaso sea éste el mismo sol de África que llega hasta esta tierra y es también mi dios?. Pero ahora, cuando la desgracia golpea Tarsis: la ciudad de los expatriados, la de los huidos, la de los esclavos ¿a dónde podremos ir?. El temor que sentíamos en el pasado ha ido envejeciendo con nosotros hasta convertirse en simple miedo, ¿pero miedo a qué?. Aquí estoy... solo en la prisión definitiva, de la que no saldré jamás. ¿A quién volver los ojos, a vosotros dioses extranjeros para los que apenas soy el siervo de las candelillas, el esclavo que se ocupa de iluminar vuestras sombras?. ¿A quién volver los ojos ahora implorando piedad? Y, sin embargo, he sido leal al rey aún no siendo éste mi rey. ¿Es él acaso otro dios? No, los dioses no tienen sangre; él sí la tiene a pesar de tener una sangre pálida, una sangre impura como la de todo hombre hecho de sangre; tan igual a la mía, a mi sangre negra de esclavo que no podrá aclarar manantial alguno. Igual a la de cualquier otro hombre hecho de sangre.
Y por primera vez el esclavo etíope se siente un hombre libre, un hombre nuevo que ha hecho algo por iniciativa propia: ser leal a otro hombre. Incluso no teme las represalias del sacerdote, aunque sabe que si Arak lo descubriera sería hombre muerto. Sólo él conoce hasta donde puede llegar la maldad de quien es hijo de Abatís: la amante etíope de un guerrero mercenario. Pues en los días de su nacimiento el oráculo habló y las predicciones fueron nefastas; lo dejaron a las puertas del templo de Melkart y lo abandonaron a su suerte. Desde entonces la estirpe del guerrero mercenario y de su hijo ilegítimo quedó maldita. Arak creció en el templo de un dios fenicio como el niño maldito, alimentado por la semilla del desprecio y la desolación hasta que fue consagrado a Melkart. Tal fue el odio acumulado a lo largo de su vida, que fue dando rienda suelta a su maldad movido por la codicia y la ambición. El día que enfermó, ya anciano Argantonio, sonó para él el timbal de la oportunidad. Aprovechando su convalecencia, le aconsejó cierta medicina. Urdió el plan junto con sus mercenarios fenicios e indispuso a los jefes tartesios, para de este modo mantener ocupado al príncipe primogénito en la defensa y pacificación de su pueblo. Y así, libre de todo cuidado obrar a su antojo, con el único fin de conducir al anciano hasta la muerte.
No muy lejos de allí la batalla ha prendido. Hombres y mujeres recogen a los guerreros y socorren a los heridos. Otros vuelven a los hogares llenos de amargura, abatidos por el cansancio y la desesperanza. Ailicea salió de palacio procurando no ser descubierta y el viento la recibe con el hedor de la muerte. El viento que viene del norte aviva y voltea las cenizas, casi apagadas, de las fogatas en los campamentos improvisados; mientras, una turba infecta y harapienta intenta reconocer de entre los caídos a sus hijos. Entre cientos de cuerpos traspasados por las lanzas flamean los escudos desahuciados en el lodo. El gran jefe de Tutugui se desangra a los pies de la muralla. Largas hileras de guerreros heridos van llegando desde todos los puntos cardinales para acabar al amparo de los santuarios consagrados a las ninfas de las aguas e implorar a Astarté, la madre fecunda, o que los pueda proteger la impunidad de la noche.
Alicea descubre horrorizada la derrota en los rostros abatidos de aquellos que aún son leales a Argantonio. Aterrada cruza los campamentos hasta que se desvanece. Saone, la anciana que se halla en el lugar convenido sale a su encuentro, la reanima, y las dos mujeres se dirigen a pie al santuario de Aorno, diosa de las aguas. Al fin penetran por una gruta subterránea que las aleja de todo peligro. La anciana contempla a la princesa con inmensa ternura.
- Mi señora, descansad ahora e intentad dormir, aquí estaremos a salvo, más aún hoy, en la noche de las luchas, habréis de descansar.
Saone, la enigmática adivina, comió unas frutillas parecidas a las cerezas, que le otorgaron el poder de la clarividencia. Aquellas frutas las había recolectado del mítico árbol, que según se decía, nació de la sangre de Gerión y que sólo producía los frutos cuando era visible la constelación de las pléyades. Al despertar Alicea, la mujer la previene de infinidad de peligros. Cambia su rica túnica por otras ropas más anónimas y la cubre con los cueros propios de las indómitas mujeres guerreras.
- Las aguas sagradas del manantial han mostrado el camino. Debes dirigirte a la ciudad antigua, oculta a los ojos de los hombres. Es un lugar en el que el agua y la luna se miran. Allí encontrarás las grandes piedras de los oráculos. El pasado se guarda en la memoria de la piedra. Los primeros signos escritos contienen todo el saber: lo conocido y lo desconocido, lo pasado y lo que ha de venir. El último guerrero oceánida duerme en las proximidades de la ciudad del laberinto, vive entre los leales de Tarif. La antigua ciudad se encuentra al pie de la montaña que escupe fuego, rodeado de anillos de tierra y mar.
            La batalla ha prendido también en las cercanías del santuario de Melkart, desde donde el gran sacerdote gobierna a todo un ejército de malhechores y mercenarios que atacan e incendian los poblados. Su orden es que defiendan las murallas de la ciudad de la bahía con sus vidas; en donde cerca de doscientos leales a Argantonio han sido apresados y castigados. El enorme botín que esto supone ha sido guardado a buen recaudo en el interior del templo,  donde él es amo y señor. Los prisioneros hacinados, junto al valioso cargamento de plata y oro, enloquecen mientras esperan una muerte segura.
Tras la bendición de la anciana, parte Ailicea viajando durante la noche, sintiendo que algo o alguien la observa y caminando durante el día delante de su caballo para no fatigar en demasía al animal. La gente de los poblados del bosque de acebuches le salen al paso harapientos y heridos, unos para pedir ayuda, otros para robar, hasta que el cansancio la invade y se sienta fatigada y recelosa a la sombra de un extraño árbol de grandes hojas y gigantescas ramas. Hasta que su noble mirada de indígena ibera se pierden en la infinita llanura  que se extiende ante ella tonsurada de naranja y amarillo. Cuando abre los ojos tiene a su alrededor a toda una familia de leones que parecen custodiar su sueño. El miedo la paraliza hasta que se da cuenta que aquellos leones forman parte de sus animales domesticados que han sido capaces de seguirla hasta allí. Con tan singular escolta y tras algunas jornadas más de viaje, consigue llegar hasta la tierra de las aves: los flamencos color rosa y las garzas reales. Pero allí no encuentra más aves que aquellas que no han podido levantar el vuelo. Entonces recuerda el augurio de Saone: "Vendrá el día más triste antes del fin del tiempo presente. Las aguas bramarán y todas las aves sagradas desaparecerán de la faz de la tierra". Miró en todas direcciones pensando encontrar las aves negras, las que nunca se marchan, pero no halló sino vacío y silencio. Un silencio tan insólito que inquietó a los leones. El jefe de la manada rugió al vacío barruntando un peligro eminente. Entonces la tierra comenzó a resquebrajarse bajo sus pies, tanto Ailicea como sus animales huyeron presas del terror, mientras la tierra tiembla y vomitaba fuego. Súbitamente apareció un jinete que montaba un indómito caballo azabache sujetándose a sus crines. Agarró fuertemente a la mujer cimbreándose desde el tronco, sin descabalgar, evitando que cayera al abismo, esquivando como podía los lugares por donde la tierra se iba abriendo.
La princesa indígena, despertó al calor de una hoguera cerca del misterioso jinete, envuelta en unas pieles de camello. La luz del fuego infundía a aquél hombre un sentimiento de sosiego, una apariencia irreal, una belleza salvaje nunca contemplada antes por mortal alguno. Arropado con pieles de lobo, resaltaban sus pupilas avellana, que se habían detenido en el pelo ensortijado de la mujer. Sin dejar de mirarla preguntó:
- ¿Quién eres?
- Una pobre mujer que habla con nadie para ahuyentar su miedo, respondió Ailicea creyendo estar muerta. No le parecía una pobre mujer a Ebún, que se había quedado prendado de aquellos ojos negros y rasgados, capaces de contener todo el misterio del mundo.
-No es una pobre mujer quien se hace acompañar de leones. Por los poblados del bosque de acebuches corre la voz de que una amazona viaja buscando al último guerrero oceánida. ¿Eres tú esa amazona?.
- ¿Y quién eres tú?- respondió Ailicea mientras lo observa recelosa frente a él, embargada por una emoción nueva.
- Sólo un guerrero.
- Los simples guerreros no poseen caballos como el tuyo, ni armas tan finamente labradas.
- ¿Acaso una pobre mujer puede reconocer las armas de los wanakos?.
Ailicea guardó silencio, por miedo a delatarse ante aquel desconocido.
- Esta espada perteneció a mi abuelo, guerrero en las naves de Argantonio.
Ailicea intentó levantarse pero se sentía tan débil que casi se desvanece. El guerrero se apresuró a socorrerla.
- Tengo que llegar a la costa, ayúdame -suplicó Ailicea- ¿Conoces al último descendiente de oceánidas?
- Descansa tranquila, yo te guiaré.
- No hay tiempo, me siento muy débil, no podré continuar.
- Esa debilidad la ha producido el hambre y el miedo pero pasará en cuanto comas y descanses.
Aquel hombre la arropó de nuevo lleno de ternura y le dijo:
- Mi nombre es Ebún, único descendiente de oceánidas, y estoy a su servicio. El gran wanakos de los navíos conocía muy bien a su amigo Argantonio y su afición por amaestrar leones salvajes. Nadie podría hacerse acompañar de estos animales, si no es alguien perteneciente al clan de Argantonio. Sólo entonces Ailicea se permitió descansar pues había cumplido parte de su misión: encontrar al guerrero oceánida.
En la ciudad de Tarsis un grupo de iniciados y sacerdotes, se atrincheran taponando la entrada del templo. El viento enfurecido hacía volar los bonetes y las túnicas talares dejando al descubierto sus cabezas rapadas, mientras la comitiva del caudillo tartesio moribundo avanza con dificultad tras las ráfagas de viento huracanado. El alto dignatario, alza su vara indicando que se detengan.
-¡ Alto ahí, rey de la plata!, rugió el sacerdote.
Los guerreros que portaban el cuerpo enfermo de Argantonio se detuvieron.
- El templo no pertenece a hombre alguno, respondió uno de los guerreros.
- Pertenece al dios sol -gritó aquél esbirro de Arak, iracundo y soberbio, al igual que los tesoros que le han sido ofrecidos.
- No seré yo quien cambie eso, pero el guerrero de tierras y mares necesita su espada para emprender con honor el último viaje. No olvides que es privilegio de reyes permanecer durante algún tiempo en el interior del templo, expuestos ante el dios para hacer una última súplica en favor de su vida. Como el sacerdote no podía obviar aquel derecho delante de todos, acabó por permitir la entrada de la comitiva. Arak calibró mentalmente que si había conseguido enfrentar a las cerca de setenta ciudades de Tartesos no podía ahora dejarse llevar por simple intransigencia y echar a perder su plan ¿Y qué lugar mejor que el templo para poder controlar al anciano rey? - pensó.
- Sea -dijo al fin el sumo sacerdote, ordenando a los altos dignatarios que dejaran libre la puerta de la entrada. Los guerreros depositaron en el centro el catafalco y una vez más, alzando los brazos entonaron la plegaria en favor de su rey:
- ¿Es acaso voluntad de los dioses que muera nuestro jefe?

Ebún y la princesa se dirigían a la ciudad antigua. Nunca hasta entonces hombre o mujer habían sido testigos de tanta desolación: los vivos andaban entre los muertos, unos sobre los otros desorientados y ciegos. Tal fue la devastación en Andalucía que las aves dejaron de aparearse y en los campos reinó ese extraño silencio que sólo precede a la muerte. Los cielos envolvían de negrura las ardorosas tierras de la campiña de Tartesos, en donde los guerreros luchaban a muerte. En la región de las ciénagas selváticas llegaron a anidar las culebras y la sangre corrió a raudales empapando la corteza de la tierra hasta llegar a tocar las raíces de los árboles, tal vez por ver dónde se escondía el secreto de la vida.
Lograron salir de aquel infierno gracias al caballo de Ebún que se mantuvo en frenética carrera hasta sangrar por los hoyares. Amparados por la oscuridad de la noche descansaron exhaustos allí donde el caballo tuvo a bien detenerse. Ailicea durmió con los ojos abiertos mientras la brisa húmeda del mar les anunciaba que debían estar muy cerca ya de la costa.
La princesa se llevó la mano al corazón, como si de aquel modo hubiera podido dejar de latir con tanta fuerza; semejante pálpito lo produjo el recuerdo de su nodriza; solía pasar largas horas junto a ella contemplando el horizonte, buscando el azul presentido del mar o el vuelo de las aves sagradas.  Pues su nodriza sabía leer los signos:
-          Te encuentro triste ama -le había dicho aquel día.
-          Sí, es porque hoy tampoco vinieron las aves, mal augurio es este niña.
-          Debió ser que cambiaron el rumbo, tú misma me lo has enseñado.
-          Sí, pero no las aves sagradas, ellas siempre vuelven.
Ailicea se acunó en su regazo y le acarició el cabello ceniciento. Percibió el temblor en aquel cuerpo quebrado y presintió que su tristeza se aproximaba a la muerte, le preguntó:
-          ¿Qué temes, nodriza?
-          Sea lo que sea, no me gustaría estar aquí para verlo.
Poco tiempo después moría inexplicablemente. ¿Acaso era aquel horror del que estaba siendo testigo al que nodriza se refería?. Ailicea comenzó a templar y le sobrevino un sudor tan frío que el guerrero intentó aliviarla encendiendo un fuego y arropándola con sus pieles. La princesa, aún ardiendo de fiebre fue consciente de que aquel hombre custodiaba su sueño, e incluso de que se había recostado junto a ella para darle calor. Sintió que su cuerpo convulsionaba no solo a causa de la fiebre, sino porque se habían despertado en ella instintos y deseos nuevos. Desde aquel momento supo que el guerrero guardaba un misterio insondable que ella desconocía, pero que la perturbaba hasta el extremo de desear perderse entre sus brazos.
La princesa tuvo sueños premonitorios y se despertó llorando, varias veces a lo largo de la noche, hasta que la fiebre cedió.
Al amanecer continuaron a pie hasta adentrarse en las grutas del acantilado. Ayudados de unas teas encendidas, atravesaron un largo y angosto desfiladero por el que apenas cogía un hombre de pie; al final del trayecto, apareció ante sus ojos el paraje más hermoso que podía existir:  una extensa pradera alfombrada de flores amarillas, pequeñas flores de pétalos frágiles movidos por la brisa.
- ¿Qué clase de flor es esta? Le preguntó maravillada Ailicea.
-Es la flor de la luz, la flor amarilla de ocho pétalos., cada una de ellas tiene su correspondencia arriba en el firmamento.
El disco solar salió a lucir por ellos, asomando majestuoso por detrás de las montañas y trazando un camino de luz sobre las aguas del atlántico.
Con la luz del sol, la cara oculta del acantilado mostraba lo que parecía, a lo lejos, las ruinas de una antigua ciudad. Desde allí la mirada dominaba estratégicamente un pequeño golfo. Ebún tendió las pieles sobre la hierba para que la mujer pudiera arroparse.
Aquel espacio recóndito, exuberante, oculto a ojos humanos, era el jardín salvaje, la  viva encarnación del firmamento surcado de estrellas espejándose en la tierra.
-Este fue el paraíso de los primeros navegantes,- le dijo Ebún: entre orgulloso y nostálgico. Y cautivado por aquellos ojos almendrados y azabache de Ailicea, pasó a narrarle la historia tal y como a él se la habían contado: mis antepasados llamaron a ésta tierra con el nombre de una estrella que se deja ver únicamente cuando se pone el sol-la Esperia -.Ellos veneraban las estrellas, se dejaban guiar por ellas, asegurando que cuando las estrellas errantes cruzan el espacio, anuncian el nacimiento de los guerreros más valerosos, futuros defensores de nuestro pueblo. Según esto, cuando un niño nacía bajo tales designios, se le trataba con sumo respeto desde el mismo instante de su nacimiento, era iniciado y entrenado para cumplir destino tan honorable, pero entre algunos de aquellos hombres fue creciendo la semilla de la ambición y la codicia; la lucha por el poder les llevo incluso a desafiar al intocable guerrero errante, emboscarle y darle muerte. Fue entonces cuando sobrevino la gran catástrofe: ”una estrella voladora se aproximó al mundo conocido, secó algunos mares y su cola fue a estrellarse contra las montañas, ocasionando grandes temblores de tierra. Las montañas escupieron fuego y se hundieron en los mares en tan solo un día y una noche. Salvaron sus vidas, por voluntad de los dioses, sólo unos cuantos hombres justos.”
Ailicea,  absorta, creyó ver  en los cielos las más bellas luminarias celestes, gracias a la sugestión creada por la historia del guerrero, puesto que aún no había anochecido.
Poco después  llegaron a la cima de la montaña sagrada, desde donde pudieron  contemplar el mar de un azul intenso desplegando sus olas de espuma. La princesa no salía de su asombro porque las ruinas de la antigua ciudad se imponían a su espíritu. El aire permaneció quieto, saturado de olor a flores mientras permanecieron en la cima.Allí se encontraron con siete enormes  piedras  que dispuestas en circulo parecían nacer de la tierra. El guerrero se acercó a una de aquellas imponentes moles, en donde aparecían inscritos unos arcaicos signos dispuestos en espiral, junto a la figura de un guerrero con tocado y penacho de plumas característico de los remotos pueblos del mar.
Ailicea que le ha estado observando a cierta distancia, mientras él se hace con unas hierbas y parece meditar frente al mar. En aquel momento resuelve que aquel hombre es efectivamente el que andaba buscando, y tiene la completa seguridad que Ebún  llevará la medicina a su abuelo. Él es, sin duda, el  último guerrero, el esperado: “vendrá vestido con peto y faldellín de piel de lobo, cubierto con capa tejida de escamas metálicas y pelo de camello. Portará con honor la espada del gran wanakos de los navíos, la espada con empuñadura de plata finamente labrada, falcata y lanza de bronce.”
-Debemos dirigirnos a mi poblado, está próximo al lugar donde el rió Tartesos divide su desembocadura  -dijo Ebún- allí encontraremos lo que nos falta, para fabricar el antídoto que Argantonio necesita.
El poblado de Ebun, estaba  situado junto a un ancho canal o brazo de mar navegable por los grandes navíos en una pequeña isla rodeada de agua. El poblado resultaba, cuanto menos extraño: Estaba situado en un promontorio y consistía en un grupo de pequeñas viviendas de planta circular, techumbre vegetal, cimientos de piedra y suelos de tierra batida, demasiado primarias para la suntuosidad de los palacios de Argantonio, a los que estaba acostumbrada  Ailicea, Le sorprendieron, sin embargo las fachadas retranqueadas y pavimentadas de un mármol azul, que Ailicea no había visto nunca. Milagrosamente aquél lugar no había sido tocado por el temblor de tierra. Sus moradores danzaban alrededor del fuego. Allí todos conocían a Ebun con el sobrenombre de “El Venerable”. Vitorearon y festejaron su regreso, aunque no parecían tan entusiasmados los miembros del consejo, formado por los más ancianos, a los que todos debían respetar. Mantenían el ceño fruncido y la mirada ausente, porque sobre ellos recaía la responsabilidad de decidir si lucharían contra los traidores fenicios pues ellos no seguían a jefe alguno, ni obedecían más leyes que las que les dictaba la propia conciencia. Constituían una insólita tribu, valerosa y aún pacifica, cuyos guerreros seguían como lobos a quien les había demostrado fuerza y valor.


El sacerdote Arak, no era solo el oficiante en el culto, sino también el experto en conocer las voluntades de los dioses y en modificarlas a su antojo cuando convenía; además de administrar los cuantiosos bienes del templo.
Si moría finalmente Argantonio, y sus aliados vencían en el campo de batalla, el poder sería suyo. Luego era cuestión de tiempo, esperar algunos días y el veneno terminaría por hacer su efecto.
En estas cavilaciones andaba Arak, cuando por la puerta de la ciudad aparecían el guerrero y la princesa  a caballo. Todos los hombres y mujeres supervivientes de la gran batalla y prisioneros de Arak salieron por ver quién era aquel jinete.
Fueron saliendo de entre las ruinas de la ciudad sitiada, mientras que  el guerrero y la mujer, revestidos de aquella salvaje dignidad propia de los primeros reyes de la tierra, detuvieron el caballo, para mejor contemplar a lo que había quedado reducida  la ciudad que en otro tiempo llamaran “la ciudad de la felicidad”.
Algunas aves remontaron el vuelo y fueron a posarse sobre los torres más  altas de las murallas, y en los ojos de los derrotados comenzó ha brillar la luz de la esperanza.
Arak, apenas los vio, les prohibió seguir avanzando y ordenó a dos de sus mercenarios que les dieran muerte. Ailicea, en un momento de descuido de la guardia del templo, pues quedaron perplejos al comprobar la destreza con la que luchaba el desconocido, pudo entrar en el templo y dar de beber el antídoto a su abuelo. Se abrazó al cuerpo casi inerte que yacía en el catafalco expuesto ante la divinidad, ordenando a su guardia que lo trasladaran al palacio real. Ebún se había ido enfrentando a los mercenarios que le salían al paso, desarmándoles y haciéndolos prisioneros,  sin derramar ni una sola gota de sangre, tal era su destreza y valor, hasta que finalmente Argantonio estuvo a salvo. Reunió a los jefes y organizó la defensa de la ciudad, hasta que consiguieron reducir al gran sacerdote y sus esbirros en el templo de Melkart.
Bastaron tan sólo dos días al rey para restablecerse, pero al contemplar las ruinas y las caravanas de heridos que llegaban por doquier, convocó a todos para hablarles de este modo:
- ¿Qué se ha hecho de mi tierra?¿Qué ha sido de mi ciudad?,Aquella que acogía a los navegantes. Aquella a la  que los dioses mostraron su amparo ¿A qué ha quedado reducida?¿Qué fue de la ostentación y el lujo de sus gentes?¿Del arrojo de sus guerreros?¿Dónde está mi ciudad, aquella que acogió a los samios?¿Qué fue de mis navíos, aquellos que suministraron orgullosos a los reyes, oro, plata y marfil?. La ausencia de las aves, mis palacios saqueados, me hablan de que el fin se acerca. Todo lo que nos rodea no es más que el vestigio de lo que un día fue mi reino. Las dos orillas del río Tartesios, sembradas de cadáveres, tintan de rojo sus aguas.¿Qué hicieron mis amigos focenses y los miles de náufragos que acogió esta tierra?¿A quién he de atribuir tanta desgracia? Acaso al devenir imparable del tiempo sepulturero de los pueblos. ¿Cuál fue la causa de nuestro infortunio?¿Dónde se encontraban los jefes de Atapa, Tutugui, Obulko, Urso, Sixo, Turtha, ¿Qué queda del reino de Tartesos? ¿Qué es lo que mis ojos ven sino es desolación y muerte?¿Qué dirán de un día como el de hoy  los oráculos y los reyes de la tierra?¿Qué Argantonio se sentó a llorar su desgracia? Sabed que fue la codicia, la tristeza y el odio engendradoras de toda maldad, las causantes de tal destrucción. Sin embargo, al que he privado de libertad: mi fiel esclavo etíope, descubrió la traición del que yo creía mi amigo. Un simple esclavo y una mujer: la princesa Ailicea han bastado para salvar mi vida y la vuestra. Ella fue en busca del último guerrero oceánida. Un  único guerrero ha bastado para libertar a mi pueblo. Traedme al traidor, su nombre es Arak, lo encontraréis atrincherado en el templo de Melkart. Él es el causante de nuestra desgracia. Cúmplase lo que ordena el rey de los navíos.
Arak con los ojos inyectados en sangre, al verse descubierto mientras preparaba la huida, y prisionero en el propio templo, pidió ser sometido al juicio de los dioses. Al verle postrado ante Argantonio, los guerreros gritaron al unísono: ¡Muerte, muerte al traidor!.
- Sea -respondió Argantonio- que el toro sagrado lo condene.
Se reunieron en el lugar construido para alancear los toros y en donde se realizaban las pruebas de valor de los más jóvenes: una especie de anfiteatro de cincuenta metros de circunferencia amurallada y gradas de piedra. Sonaron timbales y el sacerdote armado con falcata y lanza salió el ruedo sintiendo bajo sus pies la finísima arena mezclada con polvo de oro. Mientras hacía creer a todos que invocaba a sus dioses, para que le asistiera en lucha tan desigual, impregnó la punta de su lanza con una sustancia mortífera. En el otro extremo, el gran toro de los holocaustos mugía al verse libre de su encierro y salió bravo, babeando y encandilando a su adversario con el gran arete de oro que colgaba de sus narices azabache. Envistió a Arak con furia corneándole la pierna izquierda y la lanza saltó por los aires y fue a clavarse en la otra pierna del sacerdote dejándole inmovilizado. Ebún saltó al ruedo desarmado y todos los allí presentes se pusieron en pie sin entender muy bien lo que aquel hombre pretendía. El guerrero llamó a la fiera retándola y la respuesta  no se hizo esperar. El guerrero burló la embestida subiéndose a lomos del toro y asiéndole por la cornamenta. Giró el animal hasta lanzarlo a la arena y cuando todos creían que lo cornearía, el toro se le fue acercando manso y lamió los pies del guerrero, volviendo a su encierro voluntariamente.
- Los dioses han hablado –dijo solemnemente Argantonio- Arak es culpable -Todos fueron vítores y aclamaciones.
- Este que veis aquí responde al nombre de Ebún, descendiente del gran wanakos de los navíos, conocido entre los suyos como el guerrero errante. La vida del traidor le pertenece.
Vítores de nuevo y nueva petición de muerte para el traidor. El guerrero sacó la lanza que había atravesado el muslo del sacerdote, y cuando todos esperaban que le diera muerte, arrojo la lanza a la arena.
- Rey de Tarsis, éste hombre está mal herido. Pido que sea embarcado junto con sus mercenarios fenicios.  Que sea el mar, el que decida sobre sus vidas, Y que ninguna tierra los acoja. Arriesgo mi vida a favor de la de los otros porque ese es mi destino, pero mi mano no ha de derramar sangre si puedo evitarlo. Ésta es la primera de las leyes de mis antepasados; todo hombre, guerrero o no perteneciente a la legendaria raza de los oceánidas la ha de cumplir.
Arak fue embarcado en un navío fenicio con el velamen podrido y los remos apolillados, cargados de tanta podredumbre y filamentos marinos, que más parecía la tenebrosa embarcación que capitanea la muerte. Poco después, el sacerdote, moría en alta mar a causa de la herida envenenada de su propia lanza, y el navío siguió a la deriva al arbitrio de los vientos y tempestades.
Después los sonidos de los tantanes volverían a escucharse en la ciudad de Tarsis, pero esta vez lo harían anunciando un largo periodo de paz. La comitiva de las mujeres volvía del templo de Atarte y todos se congregaron para recibirlas. Las jóvenes doncellas, entre las que se encontraba Ailicea, se fueron situando frente a los guerreros. Ebún quedó petrificado de admiración al comprobar el cambio surtido en la muchacha. Como mandaba la tradición: las mujeres elegirían a sus hombres entre los más jóvenes y valientes. La princesa había utilizado como adorno su diadema real y unas arracadas de oro. Todo indicaba que también ella pretendía tomar parte en la ceremonia. Y así, aderezadas con sus mejores adornos y vestidas con túnicas de vivos colores, se fueron aproximando al grupo de los hombres creando gran expectación a su paso. Cuando Ailicea se detuvo frente al guerrero errante, susurró algo inaudible y bajo la mirada. El guerrero le hizo alzar la barbilla, la tomó en brazos y de aquel modo se la llevó fuera de la mirada indiscreta de los otros.
Ailicea, fascinada por la mirada amorosa de su hombre, percibió el calor de su abrazo como algo experimentado sólo en sueños. Pasearon por los bosques de Tarsis hasta que la diosa luna navegó en el cielo entre delgadas nubes negras y ambos la contemplaron extasiados.
-          La diosa Iluke ha respondido a mi súplica, aunque su luz muestra todavía la morada de los muertos.
 Ebún, volvió a mirar a la muchacha y le preguntó:
- ¿Qué suplicaste a la diosa Iluque?.
- Que me permitiera estar junto al guerrero errante por el resto de mis días.
Ebún acarició de nuevo su cabello ensortijado de indígena ibera, la abrazó y esta vez no pudo evitar besarla, sencillamente porque el amor que sentía por ella, ni dioses, ni hombre alguno hubieran podido evitarlo. De este modo los pueblos de Thart o pueblos del mar volvieron a recomenzar, como si el mundo se hubiera vuelto a crear a partir de aquél instante, como si un dios pagano los meditara y los hubiera soñado a los dos en aquel confín del mundo.
Argantonio, tras la toma del poderoso elixir, se recuperó milagrosamente; mandó reconstruir sus ciudades y llegó a tener en la persona de su esclavo etíope al mejor de los amigos y consejeros. Se dice que vivió hasta un total de ciento veinte años de modo que su gobierno de paz le permitió ver crecer a los hijos de sus nietos y aun a los hijos de estos, pues el último guerrero oceánida se unió a la princesa Ailicea y su noble estirpe se perpetuó en tierras de la Esperia. Las aves, que custodian las piedras sagradas, regresan cada atardecer a posarse cerca de las ruinas de los viejos santuarios, y en ocasiones parecen inquietas, distintas. Su lenguaje remoto recuerda el ir y venir de las olas. Y es que estas aves han de ser descendiente de aquellas otras huidas durante la gran guerra de Tarsis, que regresan ahora buscando las orillas de aquella tierra perdida, en otro tiempo conocida como la ciudad de la felicidad.

Del libro "Leyendas de Sulayr y otros cuentos remotos" de Carmen y Dora Hernández Montalbán.


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