Plegaria, por CARMEN HERNÁNDEZ MONTALBÁN





Una almohada limpia donde llorar mi angustia,
en una alcoba cerrada a la violencia del mundo,
un aljibe gigante donde guardar mis lágrimas,
en un campo de alfalfa donde paste la esperanza.
¡Ojalá (Oh Allah)!
Tu nombre sea alado y blanco como una paloma. 

Tierra iracunda, por DORI HERNÁNDEZ MONTALBÁN.

Semanario Wadias 25/04/2015


La ira ofusca la mente, pero hace transparente el corazón (Niccolo Tommaseo)


Dicen los más viejos que hubo una tierra iracunda donde todos eran habitantes fugitivos en casas iluminadas de paupérrimas bombillas amarillas, por donde las madreselvas y otras plantas trepadoras campaban a sus anchas. En aquel tiempo todos eran hijos de la ira; almacenaban el fracaso, acumulaban el rencor, y contaban los agravios recibidos como el avaro cuenta una y otra vez su preciado tesoro.
Pero en el fondo, los miserables habitantes de aquella tierra de entonces sabían que si permanecían inmóviles, si se rebelaban en contra de la terrible rutina que los había confinado al no ser, todo cambiaría. Aquella era una tierra roja de rocas peladas, por donde cursaban ríos cristalinos, girasoles ciegos y vacas amarillas señoreando sus ubres secas por calles desoladas, por donde siempre marchaba gente anónima, arrastrando la alcuza del hambre. Allí nacieron los hijos de la ira.
Ellos supieron que el sol no se compra, que nada poseían salvo el legado de la ira, ira necesaria para luchar contra la tiranía del odio y la soberbia. Comenzó entonces el eterno éxodo del vencido, miles de pies arrastrándose por caminos inhóspitos, miles de manos enterrando los cuerpos al alba, cuerpos que nadie creyó que fueran semillas, ojos contemplando la inercia del horizonte, suspendidos en el agravio, paralizados en la negación de un mundo posible. Llegó Saturno devorando a sus hijos y nunca el hombre tuvo tanta piedad de sí mismo como entonces, ni tanto arrebato, ni tanto odio.
Supieron de repente que la despiadada mañana había llegado cargada de mondos huesos y cadáveres apilados. Quedaron los hombres incrustados en la tierra, hundidos hasta las rodillas, enfrentados para siempre y duales en otra absurda guerra fratricida. Creyeron que necesitaban de la ira para salvaguardar la vida injuriada, los ojos del caballo asesinado y sus ásperas crines ensangrentadas. Ellos no sabían que los que murieron, germinarían un día en otros hombres nuevos, y que lucharían para limpiar aquella tierra iracunda de estiércol y escorpiones, que lucharía sin tregua para que la vergüenza del pecado terminara. Aquellos hombres se preguntaban ¿cómo pueden los pacíficos entender más allá de los dientes que mordían, cómo se puede crecer entre las cicatrices? ¿cómo seguirá latiendo el corazón que ha clavado puñales en el costado de otros hombres?. Ellos no sabían que existía un agua que habría de caer sobre la semilla reseca y cubierta de ceniza, que de su propia sed y ansias nacerían el agua nueva que regaría la espiga.
Pero malditos los que un día comulgaron con la muerte y que en lugar de pan dieron lágrimas, malditas manos manchadas lacayas del tirano…, siempre es lo mismo Ojos de uva, una tierra que espera a ser sembrada y la vieja raposa colándose en los jardines. La traidora muerte disfrazada de hambre, de Ébola, de venganza, de oro líquido y prosperidad.


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