El escritor accitano Javier Franco gana el Certamen de relato de IDEAL con un magnífico cuento-denuncia a las situaciones de desahucio a las que se ven sometidas cientos de familias en los últimos tiempos.
El azul celeste del mar hubiera prolongado su
límpido tapiz sin macula alguna hasta confundirse con el cielo, si no hubiese
estado recortado por aquella urbanización, que, con sus edificios blancos,
parecía el poblado árabe de un navideño Belén. Todos los edificios estaban
dispuestos rodeando una piscina, que, si estuviera poblada de patos, de
lavanderas y de pescadores, hubiera simulado talmente el lago del onírico
pueblo palestino en el solsticio del invierno.
Los
vecinos disfrutaban en las tardes veraniegas de una pacífica y amigable
convivencia en derredor y en el interior de las aguas comunales, pero llegado
el otoño, y aún más el invierno, la vida de cada clan familiar se recluía en su
madriguera, nada había en común más que una cuenta bancaria en que todos tenían
domiciliada la cuota de mantenimiento del aquel
casi independiente poblado. También existía, para muchos, otro nexo
común y financiero, cual eran los préstamos hipotecarios que el promotor en su
día les hubo sarcásticamente ofertado, aunque en la más cruda de las verdades
prácticamente se los había impuesto. Así que, dentro de la mecánica habitual de
un sistema regido por el poseer, el poseedor del capital era el lazo común
entre todos; pero hubo un día en que uno de los mayores poseedores de capitales
resultó ser un globo huero que explotó sus gases altamente tóxicos sobre el
propio mecanismo que a él le hubo engendrado, y su onda expansiva alcanzó a otros
globos a punto de reventar por la presión de sus aires nefandos, y esa onda
nociva se abalanzó sobre la pequeña tribu de Juan.
Juan
no había dejado de trabajar desde los diecisiete años, en que voluntariamente
se prejubiló de los estudios; su padre, antes su abuelo, todos habían trabajado
en la construcción, hubieron de pasar años duros, muy duros, secuelas de
irracionales conflictos, sufrieron la emigración, el abandono forzado del
terruño, pero, al fin, creyeron poder dar un futuro diferente y menos manual a
las sucesivas generaciones. Juan rechazó el sino mágico que le depararan los
sueños de su progenitor, y se hizo adicto a la droga más a la moda en su
tiempo, y quizá la más perniciosa a largo plazo jamás conocida: ganar dinero
rápido –mientras el sistema esbozaba sonrisas de cabo a cabo del horizonte– y almacenar
caprichos, empaquetados como perentoria necesidad, en su mayor parte fútiles.
Y
entonces llegó uno de esos inviernos de madriguera, sin lavanderas, patos o
pescadores en el lago. Juan tenía esposa, María, y dos hijos, Juanito de seis
años y Damián, que acababa de salir de la incubadora, tras un difícil y
prematuro parto, quizá forzado por la tensión nerviosa de su madre, que crecía
en progresión geométrica y acumulativa desde el medio año que su medio yo
llevaba deambulando y suplicando un salario, con el que sostener los tabiques
financieros de aquella, hasta entonces, feliz madriguera.
Fue
en un día de Nochebuena, cuando ocurrió la mañana peor de su vida, y los
hombres de Herodes, portando una orden pretorial del Juzgado de Instrucción nº
2, empujaron a María, a Juan y a sus dos santos inocentes fuera de la posada, y,
con apenas un pequeño hato, les condenaron al camino del pesebre, mientras las
restantes puertas de las celdillas de la colmena permanecían cerradas a cal y
canto, entonando en su interior un villancico que hablaba de las barbas, no de
san José, sino de un vecino.
En
la calle, en la fría y escarchada calle del invierno más gris de la Historia , portando sus
cosas en un carrito hurtado en una gran superficie, el vehículo a motor
familiar tiempo ha que les fue requisado, buscaron, entre gemidos y plegarias
terminadas en un mea culpa, un portal en que pasar la noche; Juanito
continuamente miraba al cielo buscando una estrella que les guiase, pero todas
las estrellas que dejaba otear la bruma celestial permanecían quietas y
escintilantes. No hubo estrella, pero si una hoguera en el esqueleto inacabado
de un edificio en construcción, de aquellos en los que Juan trabajó para que
cuajasen sus raíces. Allí, los pastores venidos de todo el orbe –rumanos, eslavos,
magrebíes, amerindios, subsaharianos…– les ofrecieron el calor de la lumbre de
la fogata y del alma de los que nada tienen, y entre todos compartieron la
nada. Para la infantil retina de Juanito, aquello no era más que un Belén
viviente en el que él directamente participaba y el protagonista era su
hermanito, convertido en un recién nacido mesías; el vaho que exhalaban las
pituitarias de los perros merodeadores sustituía al aliento del buey y la mula,
y había adoradores magos de todos los colores. Al final, para Juanito, la noche
cubrió con un disfraz de fantasía la dura crudeza de la realidad, pero…
¿sobreviviría el disfraz mañana..? ¿y los próximos mañanas de su apenas
estrenada vida..?
Entre
tanto, cenando con los suyos, rodeado de los más sutiles manjares, engalanada
su vivienda con los últimos detalles navideños que había adquirido en Harrods durante
el puente de la Inmaculada ,
el director del departamento de préstamos hipotecarios de la central del banco
que ofertó sus mejores condiciones a la antigua colmena de Juan, como a tantas
moles de madrigueras, compartía con sus hijos mayores y sus consortes su
acuciante preocupación por el mañana: “¿A cuánto ascenderá la prima de
riesgo?”.