La lluvia en Acahualco era continua, era el valle de
la lluvia. En sus calles divididas por canales el andar era desconocido. Las
gentes se habían acostumbrado a llevar paraguas antes que a andar pues no hacía
falta, ya que las distancias a recorrer eran muy cortas. Andaban despacio y
torpemente dentro de las casas, y fuera sólo se escuchaba el chapoteo de una
lluvia eterna y el tránsito de alguna canoa.
Los edificios estaban construidos de cristal, por
eso, aunque al cielo siempre lo cubría una espesa niebla, la luz se refractaba
al menor rayo de sol, y a Acahualco la invadían los arco iris, aparecía tan
mágicamente situados que formaban templos a donde las gentes se apresuraban
para adorar al gran Dios Tláloc y a las divinidades de las aguas, y de las
lluvias.
Sus tierras eran fértiles, en su mayoría protegidas
por invernaderos, daban ricas hortalizas y flores muy variadas. Abundaban los
cangrejos y otras especies de agua dulce, así como las algas de infinitos
colores con las que las mujeres adornaban las casas y preparaban ricas sopas y
deliciosas ensaladas.
Los habitantes de este valle se vestían con la piel
de la nutria, sus cabellos eran negros, de piel blanquísima y ojos azules, un
azul grisáceo, transparente. Eran personas frías a las que no les desbastaban
grandes pasiones, escurridizas por dentro y por fuera. Vivían en poligamia
engendraban seres que cada vez se asemejaban más a los peces, silenciosos,
abstraídos, en los ojos se les vislumbraba una inocencia casi estúpida. El paisaje
comenzaba a adoptar formas marinas y en su conjunto se dibujaba fantástico,
como surgido de lo más profundo del océano. Tan sólo dos personas conocían el
origen de este sueño, estos eran, Xipe-Totec, el indígena que vivía en la
montaña sagrada, y Mirella Rodríquez.
- “ Esto es un eterno atardecer...-pensaba Mirella
que apenas se sostenía en las viejas muletas-... hace años o miles de años...?,
la vida se hace tan lenta en este lugar que apenas sabría decir ciertamente, si
fue mi mano la que apartó la cortina, o fue la misma la que se movió por sí
sola imperceptiblemente.” Sus piernas, incapacitadas por el reuma y los años,
habían olvidado ya los paseos a la montaña junto al viejo Xipe-Totec. Era el
vestigio más evidente del pasado, en el que el valle era otro, la única que no
vistiera piel de nutria o tuviera los ojos azules y el pelo negro, como los
nativos del lugar. En otro tiempo habría sido pelirroja, y sus ojos, de un
verde casi dorado, vieron y brillaron al reflejo de un seco y limpio sol.
Cuando la pequeña embarcación donde su padre y ella
vinieron se detuvo para adentrarse en el interior, algunos arrieros con sus
mulas cargaron el equipaje sin mediar palabra y emprendieron la travesía. Ella
iba cargada a lomos de una de las mulas junto a su padre. Los arrieros
caminaban turnándose, unos trechos a pie y otros sobre las bestias. Después de
caminar largo rato, la humedad del río iba quedando atrás y el calor se hacía
más insoportable a medida que se alejaban, como si allí, debajo de aquellas
tierras estuviera la mismísima boca del infierno. De la polvareda que
levantaban las mulas al cabalgar a Mirella se le cubrían los zapatos de una
espesa capa de polvo y sentía cómo dentro sus pies resbalaban de sudor.
- ¿Cuánto falta para llegar? – preguntó Lisardo a uno de los arrieros.
- Por estos parajes nunca se sabe, el aire como que te desorienta, sólo
si no se deja
amodorrar por el cansancio acertará llegar a algún sitio.
Mirella escuchaba las palabras del arriero con
asombro, pensando que quizá si el sueño no la vencía, en el horizonte pronto se
dibujaría algún lugar donde su padre tenía pensado llevarla.
- Duras tierras estas, es difícil creer que un solo palmo de ellas pueda
albergar vida alguna –proseguía Lisardo.
- Duras y estériles –comentó otro de los arrieros – a menos que Dios se
acuerde algún año de cerrar el cielo para mandarnos lluvia, raro sea que nos
crezca algún garbanzo.
- ¿Por qué entonces a ese pueblo llaman Acahualco, siendo así como
nombran al mes de la lluvia?
- Será por lo mucho que allí llora la gente, pues al fin y al cabo agua
es el llanto, de los ojos pero agua.
Después vino el silencio, durante más de una hora
apenas se cruzaron alguna palabra. A pesar de lo que había dicho el arriero,
Mirella sentía que esta desolación no podía durar mucho, comenzó a escuchar el
ruido familiar de las chicharras, los cerros ocultaron la inclemencia del sol y
se levantó la brisa que traía olor a tomillo. Sintió algo dentro que se
agitaba, avisándola de que el hogar se hallaba cerca. Al contrario de lo que
pasa normalmente con los niños cuando cambian de casa, no sintió nostalgia del
lugar de donde venía, ni se supo perdida en un mundo desconocido. Cuando
llegaron a Acahualco estaba anocheciendo, pero a la niña aun no la había
vencido el sueño, aunque cansada, sus ojos seguían bien abiertos. El cielo se
cuajaba de estrellas, tan enorme era el cielo, que el valle, entre dos cadenas
de cerros, blanco, con sus luces mortecinas, parecía estar empujado por el
firmamento hasta el corazón de la tierra. Las sombras lamían ya los últimos
rincones azotados por el viento y quemados por el sol, se escuchaba el latente
silencio durante el cual el tiempo inventa el maravilloso acontecer del día y
la noche. Llamaron a una de las puertas en las que la carcoma empezaba a hincar
el diente, aun tardaron un rato en abrir, pero al fin un anciano indio
alumbrado por un candil les indicó gesticulando que podían pasar adentro, su
trayectoria había finalizado.
Una vez entrados sintieron frío, y se acercaron a la
chimenea donde unos troncos ardían. El indio Xipe-Totec, que así se llamaba,
los invitó a sentarse y les ofreció unos cuencos precarios, llenos de un caldo
que parecía ser de raíces. Mientras bebían, el indio los miraba con atención,
Mirella observaba cómo el fuego se reflejaba en los ojos del viejo y empezó a
dormirse, Sintió un gran descanso, el frío que le había sorprendido al entrar
se iba suavizando. De repente se vio la niña transportada a un paisaje de luz
donde había praderas y ríos, valles y montañas, donde el cóndor paseaba su
majestad y trazaba surcos en el invisible techo de la tierra.
- ¿ Podría decirme donde puedo recostar a mi hija?, han sido muchas horas
de camino y muy despiadado el sol.
- Entre usted a esa habitación, hay un lecho donde podrá recostarla, usted
puede también echarse si tiene sueño.
Así lo hizo, un sueño pesado se adueñaba de él
sepultándolo en el lecho. Al poco sintió que llamaban a la puerta, fue a abrir
pero fuera no había nadie, cerró y se dispuso a regresar a la cama, entonces
pudo ver que una mujer estaba sentada cerca del fuego, donde antes estuviera el
indio. Una mujer enjuta con un mantón sobre la cabeza, de ojos negros y pómulos
prominentes que comenzó a hablar.
- Vine a darles la bienvenida, no más les vi entrar al pueblo quería haberlo
hecho, pero créame, el sol me lastima los ojos, y sólo hasta bien entrada la
noche es que puedo salir. Por eso me presenté a estas horas, aunque den de qué
platicar a las gentes... ¡gentes que el diablo se las lleve!, siempre
metiéndose en asuntos que no les importa, pero así son los pueblos, todos nos
conocemos, todo el mundo sabe de qué pierna cojea el vecino y a la hora que se
acuesta, todos estamos señalados por algo. Los pecados del prójimo aquí tienen
nombre y apellidos. Mi pecado tiene su origen en los hombres, comentan por
todas las esquinas del pueblo que me meto en todas las camas donde haya un
macho, no lo dudo que me gusten, pero después de todo no hago mal, que aquí las
camas están tan frías y los hombres tan solos que mi calor los alienta. Después
vienen detrás, asándome con sus lenguas de fuego, lenguas que han evaporado la
última gota de agua del pueblo, por eso es que quema tanto el sol... y por eso
es que salgo de noche.
Miró a la mujer sin haber podido transmitir un
sonido, una fuerza que salía de ella lo arrastraba hacia el lecho otra vez,
pero esta no le venció el sueño, sintió el peso de la hembra y su respirar
agitado cerca, cómo se agarraba a sus carnes y cómo le provocaba un deseo
punzante, agudo, deseo que no pudo saciar, pues quiso separarle las nalgas y no
encontró más que la textura áspera de la manta que lo cubría.
Mientras tanto Mirella caminaba por un bosque junto
al indio, preguntándole cosas sobre este pueblo donde su padre la había
llevado, y Xipe-Totec le hablaba de cosas grandes, cosas que ella no terminaba
de comprender, decía: - “Acahualco es la memoria de las cosas, el paraíso de
los recuerdos, respirar su aire duele como cuando se respira con insistencia un
perfume, aquí las vidas de cada humano vienen a reunirse como en un purgatorio
de pecados y bajas pasiones...”.
Después de un largo paréntesis de tiempo Lisardo oyó
de nuevo llamar a la puerta, fue a abrir y lo mismo que la vez anterior tampoco
había nadie. Miró al lugar donde antes había aparecido la mujer pero no la
encontró, entró en el dormitorio y allí, sobre un arca sentado estaba un hombre
vestido con elegancia que le habló:
- Tenga buenas noches
Doctor Rodríguez, perdone que no le haya hecho el recibimiento con los honores
que usted se merece. Pero ofrecerle un banquete que hubiera sido lo apropiado,
no lo es faltando el agua que es material escaso por aquí, y la comida sin agua
no es recomendable. Tengo entendido que viene como médico a Acahualco para
curar a tantos enfermos como hay, víctimas de la sed y la falta de aseo, porque
hace ya tres meses que se requiere un doctor, pero aquí todo llega con retraso,
cuando ya no se necesita y a veces no llega nunca, como esa agua del diablo que
tanta falta nos hace. Todo empezó con la sequía, antes las tierras todas daban
cosecha, yo pagaba a los peones que la trabajaban, entonces no faltaba un
cuenco de maíz a cada boca y todo estaba en orden y limpio. Todos respetaban al
patrón que soy yo, aunque algunos se quejaran del salario, los que menos,
infectados por las ideas de otros revoltosos que se quejaban de cosas como la
falta de escuela de los hijos de los peones. Dígame que falta puede hacerle a
un patán de la tierra el estudio, solamente para quejarse más y exigir derechos
que no le pertenecen, que por eso puso Dios a cada hombre en un sitio, uno para
ser pobre y trabajar la tierra, y otro para administrarla, que es así como hay
disciplina. Por eso yo mandé capturarlos, ya que también llevo la alcaldía de
este pueblo, y aunque algunos dicen que me excedí un poco, los ahorqué en la
misma plaza para escarmiento de todos, que no es bueno sublevar a las gentes y
menos cuando no tienen una gota de agua que llevarse a la boca.
Lisardo sentía que se ahogaba, sentía la opresión de
una soga al cuello. Despertó queriéndose llevar un hilo de aire a sus pulmones,
sudando y respirando con dificultad. Estaba allí junto a su hija en la
habitación oscura que el indio les había proporcionado.
- Este,-dicía el anciano a la niña de los cabellos de fuego- es un lugar
donde la rueda del tiempo no gira, el Mitclan, lugar de los muertos, de la
oscuridad, el inframundo. El sol se alimenta de almas que hace mucho tiempo que
murieron, sin la vida latente del espíritu el ciclo no puede avanzar. El gran
Dios de la lluvia duerme bajo la montaña.
Durante todo el tiempo en que Lisardo y su hija
estuvieron en el valle, antes de que vinieran las lluvias, anduvieron
incomunicados, porque la niña Mirella y Xipe-Totec desaparecían siempre después
de la cena, como en un sueño que parecía ser eterno en aquel antro que era la
casa del indio.
- Las gentes de Acahualco –hablaba... - no los indígenas como yo, que he
visto esta tierra cuando sólo era el cauce de un río y era habitada por los
hijos de los méxicas, sino esos otros que pusieron sus casas blancas en medio
de este río ahora seco. Esas gentes nacieron con la semilla podrida, buscaban
el mal para ellos y para mis hermanos, unos con su servilismo cobarde, otros
con su miedo y otros con su prepotencia. Así fue cómo el gran Dios Tlaloc un
día se olvidó de ellos, negándoles ese don compañero de la tierra que hace
germinar los campos, amansa el fuego de nuestra boca y purifica los cuerpos.”
A medida que transcurrían las horas Lisardo iba
adentrándose en aquel mundo de fantasmas. Unas veces los veía, se le aparecían
en cualquier sitio, otras veces los oía, escuchaba sus conversaciones y sus
lamentes, otras se le metían en la cama y se adueñaban de su cuerpo con una
lujuria feroz.
- Usted no sabe porque no es mujer –decían... - lo que es parir hijos
para ser esclavos de su propio padre, para ser hijos de su propio verdugo,
aquel que les segó la vida en esta plaza sólo porque reclamaban justicia. Él no
pudo pensar que mientras violaba muchachas por todos los rincones iba dejando
la semilla que haría florecer a los hijos de la rabia, esos que después habrían
de volverse en su contra. Por eso un día, armada de coraje me metí en su casa,
le robé una pistola que guardaba en un armario y mientras dormía le metí dos
tiros en el alma. Lo único que siento es que la muerte le fuera tan fácil, pues
ya le dije antes que estaba dormido.
Pronto comenzaron las calamidades, poco después de la
muerte del patrón, cuando dejaron de aparecer los arrieros con los cueros de
agua que traían de otros lugares. Ellos también perecieron asaltados por
bandidos en los caminos, entonces las tierras ya estaban tan secas que allí no
anidaban ni los grillos, nada que comer, nada que beber, gallinazos y perros
escuálidos invadían las calles. Nunca se hubiera pensado que también a los
perros más tarde nos los tendríamos que comer. La sed aumentaba por el consumo
de esta carne tan salada, por eso la muerte, a la que todos temían tanto
comenzó a ser la amiga que empezamos a desear con todas nuestras fuerzas. Se
acordó de la muerte, Lisardo ahora empezaba a comprender que también él y su
hija estaban muertos. El barco que lo llevaba la interior había sido tocado por
un rayo de aquella tormenta espantosa que se había desencadenado, por estar en
su mayoría construido de madera pronto las llamas devoraron hasta el último
resquicio, lo que pasó más tarde ya estaba explicado.
En otro lugar no muy lejano, el anciano y la niña
caminaban hacia la montaña sagrada donde Xipe-Totec decía que dormía el Dios de
la Lluvia. “Tantas almas consumidas por el fuego del Mitclan necesitan ser
aliviadas por Tlaloc, sólo sus hijos, aquellos que perecieron por motivo del
rayo, como tu padre el doctor, tú y este pobre indio que murió ahogado en el
río, sólo nosotros que reclamamos el tlalocan podemos pedir clemencia para este
pueblo. Por eso ¡Oh Dios de la vida, de la semilla y de la flor, compadécete de
estos hombres y lava sus culpas con el cristal milagroso de tus lágrimas, y
déjalos calmar su sed para siempre!. De este modo, el Dios de la lluvia comenzó
a llorar sobre Acahualco, de tal manera que ya nunca dejó de hacerlo y borró
para siempre el pecado de sus gentes.
Del libro "Cuentos del viejo Wädis" de Dora y Carmen Hernández Montalbán.
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