Semanario Wadias 25/04/2015 |
La ira ofusca la mente, pero hace transparente el corazón
(Niccolo Tommaseo)
Dicen los más viejos que hubo una tierra iracunda donde todos
eran habitantes fugitivos en casas iluminadas de paupérrimas bombillas
amarillas, por donde las madreselvas y otras plantas trepadoras campaban a sus
anchas. En aquel tiempo todos eran hijos de la ira; almacenaban el fracaso,
acumulaban el rencor, y contaban los agravios recibidos como el avaro cuenta
una y otra vez su preciado tesoro.
Pero en el fondo, los miserables habitantes de aquella tierra
de entonces sabían que si permanecían inmóviles, si se rebelaban en contra de
la terrible rutina que los había confinado al no ser, todo cambiaría. Aquella
era una tierra roja de rocas peladas, por donde cursaban ríos cristalinos,
girasoles ciegos y vacas amarillas señoreando sus ubres secas por calles desoladas,
por donde siempre marchaba gente anónima, arrastrando la alcuza del hambre.
Allí nacieron los hijos de la ira.
Ellos supieron que el sol no se compra, que nada poseían
salvo el legado de la ira, ira necesaria para luchar contra la tiranía del odio
y la soberbia. Comenzó entonces el eterno éxodo del vencido, miles de pies
arrastrándose por caminos inhóspitos, miles de manos enterrando los cuerpos al
alba, cuerpos que nadie creyó que fueran semillas, ojos contemplando la inercia
del horizonte, suspendidos en el agravio, paralizados en la negación de un
mundo posible. Llegó Saturno devorando a sus hijos y nunca el hombre tuvo tanta
piedad de sí mismo como entonces, ni tanto arrebato, ni tanto odio.
Supieron de repente que la despiadada mañana había llegado
cargada de mondos huesos y cadáveres apilados. Quedaron los hombres incrustados
en la tierra, hundidos hasta las rodillas, enfrentados para siempre y duales en
otra absurda guerra fratricida. Creyeron que necesitaban de la ira para
salvaguardar la vida injuriada, los ojos del caballo asesinado y sus ásperas
crines ensangrentadas. Ellos no sabían que los que murieron, germinarían un día
en otros hombres nuevos, y que lucharían para limpiar aquella tierra iracunda
de estiércol y escorpiones, que lucharía sin tregua para que la vergüenza del
pecado terminara. Aquellos hombres se preguntaban ¿cómo pueden los pacíficos
entender más allá de los dientes que mordían, cómo se puede crecer entre las
cicatrices? ¿cómo seguirá latiendo el corazón que ha clavado puñales en el
costado de otros hombres?. Ellos no sabían que existía un agua que habría de
caer sobre la semilla reseca y cubierta de ceniza, que de su propia sed y
ansias nacerían el agua nueva que regaría la espiga.
Pero malditos los que un día comulgaron con la muerte y que
en lugar de pan dieron lágrimas, malditas manos manchadas lacayas del tirano…,
siempre es lo mismo Ojos de uva, una tierra que espera a ser sembrada y la
vieja raposa colándose en los jardines. La traidora muerte disfrazada de
hambre, de Ébola, de venganza, de oro líquido y prosperidad.
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