Carmen Hernández
Montalbán ha escrito un libro ambicioso y sencillo. Sencillo porque las páginas
de La luz del fin de la tierra nos
hablan de asuntos cotidianos, acontecimientos humildes y comunes, esos que de
tanto mirarlos se nos van volviendo lamentablemente invisibles, como si no
existieran, como si su presencia fuera la de un mineral anónimo, siempre
delante de los ojos, siempre enmudecidos o callados; y así nos vamos tropezando
en medio de una plaza con la lata de un mendigo cuyo “peso liviano / es la
paradoja de aquellos que no pueden sostenerse” (en “La lata del mendigo”, p.
30); o con el calendario que nos trae el brillante perfume de una mujer-anuncio
que, “perfumada de glamour, fingió ante el mundo / su imagen de fragilidad y
desamparo (en “Chanel nº 5”, p. 48).
Pero también nos
tropezamos en los poemas de Carmen Hernández con el tiempo minúsculo, con los instantes
más imperceptibles o más nimios de un día cualquiera, un día de tantos, esos días
y momentos que cruzan nuestra vida de manera insistente y que muchas veces
dejamos pudrirse para seguir chapoteando en el barro de las torpes urgencias
altaneras del mundo: por ejemplo, el atardecer contemplado felizmente desde una
ventana hasta comprobar que “la tarde, en la infinitud del tiempo, / es un
fósil que nos recuerda que la luz perdura” (en “Atardecer”, p. 46); o, también,
esa tierra sedienta del Cabo de Gata
donde “el viento agazapado se desliza, silbando la serenata del origen” (en
“Cabo de Gata”, p. 58).
Y todo ello con un
lenguaje que fluye sin alharacas, un lenguaje cuidado y común, un lenguaje sin estridencias,
frases tranquilas y pensadas, donde la autora sagazmente se permite en
ocasiones recuperar palabras en desuso, palabras que remiten a sensaciones u
objetos olvidados, palabras que fueron comunes y ahora están en olvido, como
algunos de los temas o asuntos en lo que se detiene su mirada poética y a los
que ya nos hemos referido. “Guardo en mi faltriquera
tu risa”, leemos en “El amigo” (p. 64); o “mi alma corcovea / ante el vértigo de las vivencias”, en “Caída libre” (p.
65). Lenguaje también desinhibido que, sin apartarse demasiado de la sabiduría
de nuestras tradiciones métricas o discursivas, se permite jugar con
inesperadas asonancias en apariencia casuales o irregulares que despertarán en
la conciencia lírica de los lectores el aroma de la poesía popular, pensemos (por
ejemplo) en el romancero: “luego están las palabras / que componen los versos,
/ que corren armoniosas, / en las venas del tiempo, / palabras donde el alma /
entreteje los velos / de una clara certeza / y que siguen latiendo”
(“Sinestesia”, p. 43).
Pero La luz del fin de la tierra no es sólo
un libro cuidado y sencillo. Es, también, un libro ambicioso. Su autora, Carmen
Hernández Montalbán, ha recogido en sus páginas la historia del mundo, es decir
la historia de lo que nos rodeaba antes, la historia de lo que nos rodea ahora.
Tal vez por eso el primer poema nos hable de los muertos: “los abrazó la tierra
en su cálido regazo, / y una brisa joven arrastró la quimera / de sus ojos” (en
“La hojarasca”, p. 19). El silencio y la desdicha de los que nos antecedieron están presentes
en los caminos de nuestro pensamiento, en los pliegues de nuestro corazón. Su
silencio o su soledad es la nuestra. Su historia es la historia del mundo. Y
Carmen Hernández lo sabe y nos lo dice: “Lo que escapa sin retorno / cabe en un
parpadeo, / en un bostezo fugaz que no admite mímesis” (en “El viajero”, p.
47). De esa voluntad (consciente o inconsciente) de crónica general y personal quizás
proceda la pluralidad temática y discursiva de estas páginas, donde encontramos
visiones impresionista del paisaje (en “Aromas perfectos”, p. 56), vibraciones
sensuales o eróticas (en “Comí chocolate”, p. 59; o en “Jinete del aire”, p.
62), testimonios de la codicia o la miseria (en “El desdén de la codicia”, p.
31; o en “La lata del mendigo”, p. 30), denuncias de los abusos del poder (en
“Ellos deciden por nosotros”, p. 28), alegatos en favor de la libertad de las
mujeres (en “Grito de mujer”, p. 39), experiencias de la soledad (en “La
espera”, p. 41) o vibrantes exhortaciones vitalistas (en “No temas la marea”, p.
40; o en “Escucha la voz”, p. 63).
La historia del mundo
está en cada uno de nosotros. Pero no siempre somos conscientes de su presencia.
El nuevo libro de Carmen Hernández, La
luz del fin de la tierra, recoge los trazos dispersos de esa historia: de
la oscuridad a la penumbra, de la
penumbra a la luz, de la materia inerte al corazón palpitante, de la voz
solitaria al roce ineludible de los otros, de la noche al día hasta lograr el perfil
de ese itinerario que de alguna manera queda trazado en el orden de las tres
secciones del libro (I. Oscuridad, II. Penumbra, II. Luz), un itinerario que no
por ser poético deja de ser nítido y exacto: con la nitidez del que ha sentido
o vivido antes de escribir, con la exactitud del que ha pensado antes de coger
la pluma, del que tiene un propósito estético, del que se arriesga a decir lo
que quiere decir. Y no habría mejor resumen de todo este itinerario feliz que
los dos versos con los que se cierra este libro tan veraz y exacto: “Mi misión
no es apagar estrellas […], / mi trabajo consiste en encenderlas” (“El
ilusionista”, p. 66).
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