Yedralina |
Cuando
Fray Millán llegó para incorporarse a nuestra comunidad, no corrían tiempos de
bonanza. Don Pero de Guevara era el señor de las tierras donde se asentaba la
abadía, fundada bajo el beneficio de su amabilísimo abuelo, el Señor Conde del
Fresno, Don Raimundo de Guevara. Disponíamos de un huerto, con el que
obteníamos el sustento, y además trabajábamos un terreno aledaño con el que
pagábamos la renta al Señor Don Pero. Mientras que Don Raimundo era recordado como hombre piadoso
y benevolente, Don Pero manifestaba una naturaleza avariciosa y hostil. Desde
que heredara el título de Conde y todas las posesiones de su abuelo, había
incrementado las rentas y diezmos a todos los que vivían en su señorío,
incluyendo a la abadía. Insensible a los años malos de cosecha, debido al
cultivo incansable de la tierra, pues no respetaba los períodos de barbecho,
cuando no de las sequías que azotaban los campos los últimos años. La gente
empobrecida y hambrienta acudía a la abadía suplicando una limosna con la que
alimentar a sus familias.
El
vino que resultó de la primera cosecha fue una delicia. Todos felicitamos al Fray
Millán, dimos gracias a Dios por el éxito obtenido y por traernos al hermano a
nuestra abadía. Acordamos viajar a la ciudad para vender un par de barriles,
así lo daríamos a conocer y probaríamos suerte en el mercado que tenía lugar
cada viernes, a donde acudía gente de los alrededores. Así que cargamos una
carreta con los barriles, algunos taburetes y una mesa que normalmente
utilizábamos en las cocinas e instalamos una pequeña taberna.
El
día era espléndido, aunque aun era muy
temprano, ya el mercado estaba muy concurrido. La variedad de productos que se
vendían, formaban un pintoresco tapiz de infinitos colores que alegraban la aldea.
Los aromas iban llegando a nuestro olfato, por
encima de los
puestos de fruta, pescado, especias, pan recién cocido además de otros productos
no comestibles.
Establecimos
nuestro puesto junto al del queso y el del pan, dos manjares que hacen buen
maridaje con el vino. A todo aquel que se acercaba le dábamos a probar, así es
que no pasó mucho tiempo hasta que nos vimos rodeados de un buen grupo de
personas atraídas por la concurrencia. Muchos de ellos volvían más tarde con
jarras y pequeños odres para comprar. Entonces sucedió que de pronto la gente
que se agolpaba junto al puesto, comenzó a dejar paso a un señor que en ese
momento se apeaba del caballo acompañado de un escudero y algunos criados.
Parecían ir de paso, pero movidos por la curiosidad al ver el hormiguero de
gente se aproximó a nosotros y nos pidió unas jarras.
-
Muy
bueno ha de ser este vino, ya que tanta gente lo reclama –dijo el señor, que
parecía muy distinguido y bien ataviado.
-
Muy
bueno, en verdad, más que bueno, divino… -respondió el panadero, que aun con
las manos llenas de harina también se
había acercado a probar.
-
Divino
debe ser si viene de unos frailes –exclamó el caballero llevándose el vaso a
los labios.
El
comentario provocó la risa entre el populacho y comenzaron a brindar con ánimo
festivo. El vino le pareció extraordinario y en seguida quiso comprar un barril,
pero habíamos vendido ya los dos que habíamos cargado, por lo que el caballero
insistió en acompañarnos hasta la abadía, donde pudimos atender su demanda que
pagó muy generosamente.
Más
tarde supimos que aquel hidalgo no era otro que Simón de Alvarado, el Señor de la comarca vecina, con el que Don
Pero tenía muy malas relaciones. Sin
embargo, aun sabiendo que la abadía pertenecía al Condado del Fresno, esto no
impidió que nos acompañara para comprar el vino, prometiendo hacer nuevos
pedidos en cosechas venideras, si el éste era del agrado de sus invitados.
Así
pues, del vino apenas quedó un barril con que abastecer a la abadía unos meses,
más con el dinero obtenido con las ventas, pudimos pagar el diezmo a Don Pero que
quedó sorprendido al ver que lo hacíamos en un solo pago. Si antes transcurrían
largos períodos de tiempo sin que asomara la nariz por nuestros contornos,
ahora comenzaba a frecuentarnos todas las semanas, observando de lejos cómo
transcurrían los trabajos en los viñedos, que ahora también habíamos plantado
en el terreno externo que teníamos arrendado.
Llegó
el tiempo de la vendimia y acordamos dar trabajo a los campesinos, nuestros
brazos en el tiempo de cosecha, eran insuficientes, además, remediaríamos en lo posible la pobreza que los
oprimía. Don Simón de Alvarado, satisfecho con la calidad de nuestros caldos,
cuya fama se había extendido ya entre sus convidados, se hizo nuestro cliente
principal, encargándonos esta vez el vino de la mitad de la cosecha.
Hacía
tanto tiempo que las gentes de la aldea no encontraban motivo de celebración,
que aquel año, tras la vendimia en la abadía, quisieron festejar su suerte por
la abundancia que el trabajo de la viña había traído a sus hogares. Cada
familia hizo su aportación al banquete; una sacrificaba un corderillo, la otra
un pavo, otros amasaron pan…, de manera que la mesa se vio colmada de manjares
suculentos y variados, donde no faltó la fruta, el queso ni el jamón. La abadía
añadió un barril de vino de la cosecha pasada; un rico caldo afrutado y
aromático, tan tintado de rojo como la misma sangre. Después del almuerzo
sonaron bandurrias, castañuelas y laudes, la gente animada se arrancaba a
bailar, pero los frailes nos retiramos con discreción al iniciarse la algazara,
obedeciendo el recato de la Orden.
En
el camino de regreso, antes de oscurecer el día, escuchamos los relinchos de un
caballo y nos cruzamos con dos jinetes que iban en dirección a la aldea. No
supimos distinguir sus rostros, pues iban encapuzados y no se detuvieron al
pasar sino que aligeraron el trote. Pasados dos días, ocurrió algo que agitó
los ánimos de la comunidad, nos fue comunicada la inminente visita de tres
miembros del Santo Oficio. El prior nos convocó a todos, pues los padres
inquisidores no anunciaban una visita de paso, sino la celebración de un auto
en el que estaba encausada la abadía y dos mujeres de la aldea. La denuncia
venía de parte de personas de confianza del Conde.
¿Qué
había sucedido? Nos preguntamos unos a otros sin hallar respuesta. Sin otras
razones que las que la intuición nos aportaba, comenzamos a conjeturar que
aquellos jinetes con los que nos habíamos topado al regresar de la aldea,
tenían algo que ver en todo esto. El prior nos encomendó la tarea de acercarnos
hasta allí para ver qué podíamos averiguar.
Encontramos el
lugar muy poco transitado, un viento seco y molesto nos azotaba y la gente,
saludaba cabizbaja y retraída. El temor se reflejaba en los rostros de cuantos
nos cruzábamos, que fueron pocos, pues
la aldea parecía haber sido visitada por el mismísimo diablo y sus habitante se
encerraban en sus moradas por temor a que en cualquier momento el maligno se
los llevase. La viuda María de Santisteban nos invitó con un gesto a que
pasáramos a su casa. Cuando hubimos pasado cerró la puerta y echose a llorar
muy alterada. Nos contó entre sollozos que en su casa había ocurrido una
desgracia, su única hija, Micaela, se encontraba presa en las mazmorras del
Conde, junto a Catalina de Guindos, otra muchacha de la aldea. En la noche de
la fiesta de la vendimia, ella se había retirado temprano, aquejada de una
fuerte jaqueca, Micaela se había quedado con otros jóvenes de la aldea
bailando, no sin antes haberle prometido volver a casa pronto. Así lo hizo,
pues la escuchó llegar al caer la tarde, al menos eso creyó, pues horas después
unos fuertes golpes a la puerta la sacaron violentamente del sueño. Eran los
padres de Catalina que le contaron como sus hijas habían sido apresadas por
unos hombres al servicio de Don Pero. María estupefacta les aseguraba que su
hija había regresado a su casa, tal como le había prometido, ella le había
escuchado llegar. Corrió hasta su cuarto
pero encontró el lecho intacto, sin seña de haber dormido nadie allí.
Sobrecogida por la sorpresa y el miedo, salió de su casa corriendo sin atender
a los que trataban de sosegarla inútilmente, camino del palacio del Conde,
seguida por la familia Guindos.
Hallaron
la entrada de la hacienda flanqueada por un grupo de hombres armados y una
jauría de perros. Las familias solicitaron hablar con el Conde y ver a sus
hijas, pero los hombres negaron el permiso arguyendo que las muchachas habían
sido acusadas de brujería y estaban bajo la custodia del tribunal del Santo
Oficio de la Inquisición, quienes habrían de dar su consentimiento para que
pudieran recibir visitas.
Todo
esto que nos contaba la desconsolada mujer, más parecía una pesadilla de la que
deseábamos despertar de inmediato, así lo comentamos en el camino de regreso,
después de tranquilizarla en lo posible, asegurándole que trataríamos de
visitar a las reclusas al día siguiente y que enviaríamos una misiva sin falta,
comunicándoles el estado de las muchachas. Ni el hermano Millán, ni quien os
relata lo acontecido, podíamos salir del estupor que nos causaba cuando
ocurría. Tan sólo teníamos una certeza que confirmaba nuestra sospecha inicial;
los jinetes con los que nos habíamos cruzado el día anterior, no eran otros que
los allegados al Conde. Conociendo la naturaleza hostil de Don Pero, no era
difícil dilucidar sus oscuras intenciones. Tras conocer el Prior las últimas
primicias decidió encaminarse aquella misma tarde hacia el castillo, pidiendo
que le acompañáramos en la visita. Estábamos resueltos a ver a las muchachas y
aliviar en cuanto pudiéramos las desesperación de sus familias. Imploramos a Dios que iluminase nuestro
camino e hiciera brillar la verdad victoriosa en tan confusos sucesos. Por primera
vez sentí que aquel Dios a quien dirigíamos nuestras plegarias, nos mostraba su
rostro más piadoso y benevolente. El marqués nos recibió a su pesar, pues bastó
con que el Padre Gumersindo, el Prior, les asegurara que tenía el permiso de
Roma para asistir a las condenadas, mentira piadosa que surtió efecto, al
mostrarles un documento, cuyo contenido nada tenía que ver con el asunto que
nos ocupaba, pero que logró servirnos de salvoconducto, pues ni la servidumbre,
ni el mismo Conde eran personas instruidas en letras y desconocían los
entresijos del latín.
-
Mis
queridos y piadosos vecinos, arriesgáis demasiado por dos lugareñas impías.
Nos
advertía Don Pero con irónica intención, mientras nos conducía por los húmedos
corredores que conducían a las mazmorras.
-
Le
rogamos que frene sus acusaciones, todavía no han sido ajusticiadas las
jóvenes, ni probadas las faltas por las que se las inculpa.
Dijo el Padre
prior sin poder disimular su indignación, pues conocía bien la mente
maquiavélica del conde. Cuando finalmente llegamos a las celdas, hallamos a las
muchachas sentadas en el suelo. Una de ellas sollozaba, mientras la otra,
reclinada sobre el hombro de su compañera, parecía haberse quedado dormida,
agotada seguramente por la ansiedad y el cansancio. No tardaron en
incorporarse, asustadas al percibir la luz de las antorchas, aunque las
expresiones de sus rostros se relajaron al advertir nuestra presencia. El olor
a salitre de las mazmorras, era el indicador de la gran humedad que allí había.
Temerosas y en notorio estado de abandono, hizo difícil reconocerlas al
principio, pero más tarde distinguimos a Micaela, debido al gran parecido con
su madre, la viuda María de Santisteban.
-
No
temáis, hemos venido a visitaros por si alguna de vosotras solicita confesión-
dijo el Prior, tratando de calmarlas.
-
¿Vamos
a morir? - Preguntó Catalina casi en un susurro con el rostro desencajado.
-
Nada
más lejos de nuestro deseo, aun no habéis sido juzgadas y desconocemos los
motivos por los que habéis sido denunciadas- repuso Gumersindo de Sanjuan, el
Prior, enfatizando lo último y mirando a Don Pero.
-
Tampoco
nosotros conocemos tales motivos, y todavía no sabemos si es o no pesadilla
esto que nos ocurre, pues ayer despertamos en este sótano sin saber quién nos
ha traído aquí, ni de qué manera. –respondió Micaela.
-
Me
sorprende que dudéis en esto último, pues me han llegado noticias de vuestra
destreza en vuelos nocturnos. –intervino el conde con un malintencionado tono
de ironía.
La
sorpresa y el desconcierto que se reflejaba en los ojos de las jóvenes eran tan
sinceros que terminó con cualquier atisbo de duda que pudiéramos albergar sobre
su inocencia. Ahora más que nunca sospechamos que todo este lío no era otra
cosa sino el resultado de las maquinaciones de Don Pero. Las oscuras
motivaciones que lo habían llevado a urdir toda esta trama, no podían ser otras
que la soberbia y la envidia por el éxito obtenido con el cultivo de las viñas,
además de el habernos convertido en proveedores de su rival más porfiado. Ambas
muchachas pidieron confesión; una ocasión favorable según nos había explicado
el Prior para conocer de primera mano lo ocurrido en la noche de los festejos
de la vendimia, ya que no teníamos permiso para averiguar quiénes habían sido
los denunciantes, sus nombres no nos serían revelados hasta la visita al día
siguiente del Santo Tribunal.
Catalina
y Micaela coincidieron en los hechos durante la confesión, aun cuando se hizo
de forma individual. Supimos por el prior que la noche anterior las jóvenes
habían participado en la fiesta hasta que Micaela decidió regresar a casa, su
madre se había indispuesto y había prometido retirarse pronto. Dos jóvenes
forasteros con los que habían entablado conversación, se ofrecieron a
acompañarlas. En el camino de vuelta continuaron bebiendo, ya que los mancebos
habían acordado aprovisionarse de un par de jarras para seguir festejando en la
aldea. Micaela confesó con gran pudor que habían sido cortejadas por ellos y
que habían respondido imprudentemente a sus galanteos. Para cuando llegaron a
la aldea estaban tan afectadas por los humores del vino ingerido que decidieron
continuar tras asegurarse de que su madre dormía profundamente.
Esto
fue lo relatado por las muchachas, a las que pedimos paciencia y sosiego. Regresamos
al convento ya oscurecido el día, las tardes comenzaban a menguar así como
nuestras fuerzas por tan ajetreada jornada. A poco menos de la media noche
enviamos un recadero a la aldea, encomendándole que hiciera saber a las
familias de las muchachas que se encontraban bien y no debían temer por su
salud. Les habíamos aprovisionado de alimento y abrigo, sólo cabía esperar al
día siguiente la visita de los padres inquisidores.
Fray
Servando de Mondoñedo era el comisionado elegido para presidir el Santo
Tribunal; un dominico de rostro macilento y triste, cuya apariencia apocada no
casaba con su áspero carácter de inquisidor acostumbrado a lidiar con parientes
del maligno, en una tierra donde hasta los árboles debían tener trato con el Trasgo. Venía acompañado de dos
hermanos de la Orden de San Benito: Segundino de Laredo y Diodoro de
Ponferrada, algo afeminado el primero, de aspecto asustadizo el otro, ambos
feos como el pecado. Es por esto que al aparecer la carreta donde venían
aquella mañana, escoltados de otros frailes subidos en las mulas envueltos en
la espesa niebla con la que había amanecido el día, nos parecieron las almas
del Purgatorio apostando a las puertas de la abadía.
Tras
ofrecer algo de alimento a nuestros huéspedes y mostrarles sus celdas, el prior
se encerró con los miembros del Santo Oficio en la sala capitular, allí fue
informado de los pormenores referentes al juicio que se habría de celebrar en
el plazo de dos días. Nuestro prior salió consternado tras la entrevista,
debido a las graves acusaciones que se habían vertido sobre nosotros. Como bien
se nos había comunicado en un principio, la abadía debía ser inspeccionada.
Habíamos sido culpados por participar en misas negras y comerciar con herejes.
Los denunciantes, además del maquiavélico Don Pero, de quien seguro había
partido toda esta farsa, eran sus dos sobrinos políticos, Sancho y Juan de
Berzosa; sujetos muy afamados, no precisamente por sus virtudes.
No
obstante, el prior nos conminó a mantener la calma, dio las instrucciones
precisas en las cocinas para que la sobriedad y la mesura fueran aplicadas en
la mesa. Ahora con más razón habríamos de mostrar a nuestros huéspedes que en
nuestra comunidad no se ataban los perros con longaniza.
La
posibilidad de trasladar a las presas a la abadía de inmediato se vino abajo,
aunque por fortuna podría visitarlas un confesor de nuestra orden hasta el día
en que se celebrara el auto. Las dos jornadas que siguieron a la visita de los
inquisidores trastornaron sobremanera
nuestra apacible rutina, sin embargo, a pesar de la impronta reservada y áspera
de Servando, dio sobradas muestras de hombre prudente y juicioso. Durante las
entrevistas que mantuvo con varios de nosotros, estuvo siempre atento a cuantas
alegaciones quisimos hacer, ocasión que aprovechamos para ponerle al tanto de
la situación de pobreza extrema en que se habían visto los habitantes de la
aldea del Fresno y la bendición que había sido para todos el cultivo de la vid,
debido a la gentileza del hermano Millán.
La
víspera de la celebración del auto obtuvimos el permiso del Santo Oficio para
trasladar a las mujeres a nuestra casa. Al hermano Millán y a quien os relata
lo acontecido se nos encargó tal cometido, el hermano Segundino nos acompañó.
Esa misma tarde, las familias de las muchachas vinieron a la abadía para
visitarlas e infundirles el valor que a ellos les faltaba.
Llegó
el esperado día, amaneció radiante, haciendo burla a la oscuridad de nuestro
ánimo. Muy de mañana los inquisidores interrogaron a Micaela y a Catalina en
privado. Dos horas interminables duró el interrogatorio, mientras tanto
nosotros, reunidos en la capilla, orábamos a Dios para que se apiadara de todos
y nos iluminara en tan difícil prueba.
Al
atardecer, en un patio contiguo al huerto se dispusieron unos asientos
destinados a los miembros del Santo Oficio, llamaron pues a los que habían
vertido tan aberrantes acusaciones. Los primeros en testificar fueron los
parientes del Conde. Juraron sobre las Santas Escrituras que aquella noche, se dirigían
a la ciudad vecina para reunirse con otros caballeros con los que tenían
negocio, y que llegando a las puertas de la aldea, se cruzaron con los frailes
del Cister que salían de allí, casi de oscurecidas. Más tarde vieron brillar
una hoguera como a dos leguas de la aldea. Movidos por la curiosidad se
acercaron hasta allí; donde un grupo de gente joven bailaba y se entregaban
unos a otros con actitudes impúdicas, abandonándose al desenfreno. Decidieron
retrasar unas horas su viaje a la ciudad y emprendieron la vuelta al castillo
para poner al corriente al conde de cuanto habían visto. Por el camino, se
toparon con las doncellas visiblemente alteradas por alguna droga y con los
labios manchados de sangre. Acordaron conducirlas hasta la aldea, pero de camino,
estas los sedujeron sin ningún recato, convidándolos a beber de una jarra un
líquido sanguinolento al que llamaban el “espíritu de los frailes” a lo que
ellos reusaron por el aspecto repugnante del brevaje. Ambas mujeres reían con
estridentes carcajadas y daban vueltas sobre sí asegurando que volaban. Ellos
mismos las vieron levitar en dos ocasiones y caer después sin sentido al suelo.
Las
muchachas, visiblemente afectadas, comenzaron a llorar presas de la impotencia,
sus rostros reflejaban al mismo tiempo miedo y sorpresa por tamañas
acusaciones. Desde donde me encontraba, traté de tranquilizarlas con un gesto. El
segundo en declarar fue el Conde. Acusó a la abadía de fabricar un vino del
diablo al que se aficionaban quienes lo probaban, cuyo cliente principal había
sido Simón de Alvarado, nieto de un judío hacendado de la comarca vecina.
Servando, sin dejar de fruncir el entrecejo, llamó a declarar a las mujeres.
Micaela contó hasta donde podía recordar de aquella noche. Admitió que el vino
les había aturdido, tal vez habían bebido sin control, pero negaron
rotundamente que sus labios estuvieran manchados de sangre. Después Catalina,
de ánimo más fuerte que su compañera, declaró con sarcasmo que era incierto que
supieran volar, ya que si así fuera, hubieran levantado las alas para escapar
de la mazmorra en la que las habían encerrado sin motivo alguno. Esto último
provocó la risa de cuantos allí estábamos, especialmente la de Segundino, al
que tuvieron que llamar al orden.
Tras
esto fue interrogado el Padre Prior, a quien preguntaron qué hacíamos los
frailes aquella tarde en la aldea. Éste les explicó que se había celebrado un
almuerzo para celebrar la buena cosecha, bendecida primero con una misa en la
iglesia de la abadía para dar gracias a Dios. Todo había trascurrido en paz,
los comensales habían observado en todo momento un comportamiento ejemplar, sin
que allí tuviera lugar escándalo alguno y que nos habíamos retirado antes de
ponerse el sol. Además les hizo saber cómo en efecto, nos habíamos cruzado en
el camino con dos jinetes a quien no pudimos ver la cara por ir encapuzados y a
juzgar por la velocidad a la que galopaban, habrían de tener bastante prisa.
Tras
las declaraciones, los inquisidores estuvieron departiendo, después dieron paso
al interrogatorio. Diodoro se dirigió a las mujeres sin mirarlas a los ojos,
como si temiera que en cualquier momento pudieran utilizar contra él sus
supuestos poderes malignos. Mientras hablaba asía una cruz de madera que
llevaba colgada al cuello.
-
Los
caballeros han declarado que bebisteis de ese vino y que os vieron volar la
pasada noche ¿Qué tenéis que decir al respecto?
-
No
recordamos tal- dijo Catalina- a decir verdad sólo íbamos camino de la aldea
cuando nos topamos con esos hombres, tampoco sabemos con certeza si éramos
nosotras las que portábamos el vino o eran ellos quienes lo llevaban.
-
Luego
entonces, tal vez era posible que volarais, aun si no lo recordáis, las
artimañas del las que se sirve el maligno son la mayoría de las veces
traicioneras ¿qué me decís de la sangre en los labios?
Al
escuchar esto último Micaela comenzó a temblar, le castañeaban tanto los
dientes que fue incapaz de responder. Fue entonces el padre Millán quien salió
en su ayuda.
-
Queridos
hermanos, si me lo permitís, quisiera justificar estas circunstancias que a mi
parecer guardan relación entre sí, sin que necesariamente haya que asociarlas
con asuntos de brujería.
-
Hable
hermano Millán, diga lo que tenga que decir- respondió Servando algo
impaciente.
-
Vengo
de una tierra donde se cultiva la vid desde tiempos remotos, por tanto conozco
las propiedades del vino muy bien. Nuestras uvas son tintadas, de su hollejo,
se desprende una sustancia de un intenso color rojizo que mancha la piel. Estas
mujeres no tienen costumbre de beber vino, han ingerido demasiado, por eso los
efluvios del alcohol han debido trastornarlas en exceso.
-
Sin
embargo las vimos como se alzaban del suelo, las seguimos con la mirada, en
ocasiones desaparecían de un lugar para volver aparecer en otro –afirmó Sancho,
el mayor de los sobrinos del Conde.
Entonces el
Padre Servando los miró severamente y dijo:
-
Habéis
jurado sobre las Santas Escrituras que no bebisteis vino ¿es cierto? Porque de
no ser como decís, es muy posible que también a vosotros os hubiera afectado,
hasta ver lo que no era.
-
Podemos
jurar de nuevo sobre la biblia que…
-
¡Más
vale que no lo hagáis!
Tronó
una voz tras la puerta trasera del huerto. Los hermanos se apresuraron a abrir.
Entonces Simón de Alvarado seguido de su escudero y de dos jóvenes aldeanos
entraron por ella.
-
¿Quién
sois vos? ¿Y cómo osáis interrumpir de este modo? –Preguntó Servando de
Mondoñedo.
-
Reverendo
Padre, soy Simón de Alvarado, cliente de esta abadía y señor de la comarca
vecina quisiera, con su permiso decir unas palabras en defensa de estas
mujeres.
-
¡El
hereje! -Exclamó don Pero con sorna.
Servando asintió
con un gesto y dio la palabra a Alvarado.
-
Vengo
a demostrar la inocencia de estas pobres muchachas, que por ser tan jóvenes y
humildes, se han convertido en víctimas de gente sin escrúpulos que prefiere
ver a sus siervos hundirse en la miseria, antes de admitir su avaricia o
tolerar que unos frailes les hagan sombra. Aquella noche yo vi a estos hombres
unirse a la celebración de la vendimia y beber tanto o más que el resto de los
jóvenes. Lo sé porque yo también fui invitado, mas no pude asistir por tener que
atender obligaciones que me tuvieron ocupado la mayor parte del día. Pero al
anochecer me encaminé a la aldea para obsequiar con unas piezas de caza, eran
mi aportación a la fiesta. Por el camino escuché risas, me mantuve a una
distancia prudente, mas tarde oí las voces de estos caballeros animando a las
doncellas a beber de las jarras que ellos llevaban. No quise importunarlos y
seguí mi camino ignorante de las intenciones que los movían.
Los
dos enrojecieron de ira y vergüenza al ser descubiertos de una forma tan inesperada,
pero el conde replicó casi al instante:
-
Yo
no daría demasiado crédito a las palabras de un hereje. ¿Cómo saber si eran
ellos y no otros, si como dice fue al anochecer?.
-
Porque
esa noche la luna estaba crecida. Además guardo algo que pertenece a estos
señores, algo que con las prisas tal vez debieron descuidar.
Sancho
se puso en pie sobresaltado cuando Simón de Alvarado dejaba sobre la mesa un
cinturón y una daga con las armas de la casa de Berzosa.
-
Estos
mozos de la aldea pueden testificar que fueron ellos y no las muchachas los que
pidieron vino antes de marcharse.
Ambos
mozos asistieron en silencio, mientras tanto, el Padre Servando, visiblemente
irritado se dirigió a los denunciantes.
-
Habéis
jurado sobre los Evangelios que cuanto decíais era verdad ¿Sois conscientes de
la gravedad que esto entraña?
Los dos hermanos
Berzosa y el Conde se miraron inquietos durante unos segundos.
-
¡Esas
mujeres son brujas! –afirmó Juan nervioso-
¡las vimos levitar!
En
ese mismo momento, el hermano Diodoro, con cara de espanto, señaló hacia la
torre de la iglesia donde apareció una sombra gigantesca.
-
¡Mirad
hacia allí Padre Servando!, -gritó- alguna bruja sobrevuela la torre, ha debido
venir en busca de sus compañeras.
Fue
entonces cuando la urraca picoteó el tallo de la vid y el racimo cayó al suelo, echándose después a volar,
hasta que su sombra se perdió en un
hueco del campanario. Los que fuimos testigos de tan sencillo
acontecimiento de la naturaleza, siempre tuvimos presente cuán retorcida puede
llegar a ser la imaginación humana, máximo cuando el miedo o los intereses
ocultos la ponen en movimiento.
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