El espíritu de los frailes (Cuento) de Carmen Hernández Montalbán / Ilustración de María Fernández Montalbán

Yedralina
La urraca nunca pudo imaginar, entre otras razones porque la imaginación no era cosa que le incumbiera, que cortar el racimo de uvas aquel día de forma accidental, llegara a traer tan buenas consecuencias a la abadía. Y es que los prodigios del señor son innumerables, más cuando se trata de remediar las miserias de su rebaño. Es conocida nuestra abadía por sus vinos, pues el cultivo y cuida de las viñas es la labor que nos ocupa la mayor parte del día. Diez años atrás llegaba a la Abadía el hermano Millán, fraile de la orden cisterciense, nacido en las tierra del poeta de Berceo, donde abundan las bodegas y hasta algunos se atreven a afirmar que allí nació el vino, desde que Dios nuestro Señor crió el mundo. Por tanto, el hermano Millán conocía bien estos trabajos. Se trajo con él algunas cepas y plantolas  en el huerto del convento, en un lugar bien regalado de sol de laudes a vísperas. Cuanto más sol, mayor dulzor…, no se cansaba de repetir. Así que a los pocos años tuvimos una cosecha de uvas tan generosa, que el padre Abad le dio permiso  para que nos instruyera  en el oficio y elaboración del vino.
Cuando Fray Millán llegó para incorporarse a nuestra comunidad, no corrían tiempos de bonanza. Don Pero de Guevara era el señor de las tierras donde se asentaba la abadía, fundada bajo el beneficio de su amabilísimo abuelo, el Señor Conde del Fresno, Don Raimundo de Guevara. Disponíamos de un huerto, con el que obteníamos el sustento, y además trabajábamos un terreno aledaño con el que pagábamos la renta al Señor Don Pero. Mientras que  Don Raimundo era recordado como hombre piadoso y benevolente, Don Pero manifestaba una naturaleza avariciosa y hostil. Desde que heredara el título de Conde y todas las posesiones de su abuelo, había incrementado las rentas y diezmos a todos los que vivían en su señorío, incluyendo a la abadía. Insensible a los años malos de cosecha, debido al cultivo incansable de la tierra, pues no respetaba los períodos de barbecho, cuando no de las sequías que azotaban los campos los últimos años. La gente empobrecida y hambrienta acudía a la abadía suplicando una limosna con la que alimentar a sus familias.
El vino que resultó de la primera cosecha fue una delicia. Todos felicitamos al Fray Millán, dimos gracias a Dios por el éxito obtenido y por traernos al hermano a nuestra abadía. Acordamos viajar a la ciudad para vender un par de barriles, así lo daríamos a conocer y probaríamos suerte en el mercado que tenía lugar cada viernes, a donde acudía gente de los alrededores. Así que cargamos una carreta con los barriles, algunos taburetes y una mesa que normalmente utilizábamos en las cocinas e instalamos una pequeña taberna.
El día era espléndido,  aunque aun era muy temprano, ya el mercado estaba muy concurrido. La variedad de productos que se vendían, formaban un pintoresco tapiz de infinitos colores que alegraban la aldea. Los aromas iban llegando a nuestro olfato, por
encima de los puestos de fruta, pescado, especias, pan recién cocido además de otros productos no comestibles.
Establecimos nuestro puesto junto al del queso y el del pan, dos manjares que hacen buen maridaje con el vino. A todo aquel que se acercaba le dábamos a probar, así es que no pasó mucho tiempo hasta que nos vimos rodeados de un buen grupo de personas atraídas por la concurrencia. Muchos de ellos volvían más tarde con jarras y pequeños odres para comprar. Entonces sucedió que de pronto la gente que se agolpaba junto al puesto, comenzó a dejar paso a un señor que en ese momento se apeaba del caballo acompañado de un escudero y algunos criados. Parecían ir de paso, pero movidos por la curiosidad al ver el hormiguero de gente se aproximó a nosotros y nos pidió unas jarras.
-       Muy bueno ha de ser este vino, ya que tanta gente lo reclama –dijo el señor, que parecía muy distinguido y bien ataviado.

-       Muy bueno, en verdad, más que bueno, divino… -respondió el panadero, que aun con las manos llenas de harina  también se había acercado a probar.

-       Divino debe ser si viene de unos frailes –exclamó el caballero llevándose el vaso a los labios.
El comentario provocó la risa entre el populacho y comenzaron a brindar con ánimo festivo. El vino le pareció extraordinario y en seguida quiso comprar un barril, pero habíamos vendido ya los dos que habíamos cargado, por lo que el caballero insistió en acompañarnos hasta la abadía, donde pudimos atender su demanda que pagó muy generosamente.
Más tarde supimos que aquel hidalgo no era otro que Simón de Alvarado,  el Señor de la comarca vecina, con el que Don Pero tenía muy malas relaciones.  Sin embargo, aun sabiendo que la abadía pertenecía al Condado del Fresno, esto no impidió que nos acompañara para comprar el vino, prometiendo hacer nuevos pedidos en cosechas venideras, si el éste era del agrado de sus invitados.
Así pues, del vino apenas quedó un barril con que abastecer a la abadía unos meses, más con el dinero obtenido con las ventas, pudimos pagar el diezmo a Don Pero que quedó sorprendido al ver que lo hacíamos en un solo pago. Si antes transcurrían largos períodos de tiempo sin que asomara la nariz por nuestros contornos, ahora comenzaba a frecuentarnos todas las semanas, observando de lejos cómo transcurrían los trabajos en los viñedos, que ahora también habíamos plantado en el terreno externo que teníamos arrendado.
Llegó el tiempo de la vendimia y acordamos dar trabajo a los campesinos, nuestros brazos en el tiempo de cosecha, eran insuficientes, además,  remediaríamos en lo posible la pobreza que los oprimía. Don Simón de Alvarado, satisfecho con la calidad de nuestros caldos, cuya fama se había extendido ya entre sus convidados, se hizo nuestro cliente principal, encargándonos esta vez el vino de la mitad de la cosecha.
Hacía tanto tiempo que las gentes de la aldea no encontraban motivo de celebración, que aquel año, tras la vendimia en la abadía, quisieron festejar su suerte por la abundancia que el trabajo de la viña había traído a sus hogares. Cada familia hizo su aportación al banquete; una sacrificaba un corderillo, la otra un pavo, otros amasaron pan…, de manera que la mesa se vio colmada de manjares suculentos y variados, donde no faltó la fruta, el queso ni el jamón. La abadía añadió un barril de vino de la cosecha pasada; un rico caldo afrutado y aromático, tan tintado de rojo como la misma sangre. Después del almuerzo sonaron bandurrias, castañuelas y laudes, la gente animada se arrancaba a bailar, pero los frailes nos retiramos con discreción al iniciarse la algazara, obedeciendo el recato de la Orden.
En el camino de regreso, antes de oscurecer el día, escuchamos los relinchos de un caballo y nos cruzamos con dos jinetes que iban en dirección a la aldea. No supimos distinguir sus rostros, pues iban encapuzados y no se detuvieron al pasar sino que aligeraron el trote. Pasados dos días, ocurrió algo que agitó los ánimos de la comunidad, nos fue comunicada la inminente visita de tres miembros del Santo Oficio. El prior nos convocó a todos, pues los padres inquisidores no anunciaban una visita de paso, sino la celebración de un auto en el que estaba encausada la abadía y dos mujeres de la aldea. La denuncia venía de parte de personas de confianza del Conde.
¿Qué había sucedido? Nos preguntamos unos a otros sin hallar respuesta. Sin otras razones que las que la intuición nos aportaba, comenzamos a conjeturar que aquellos jinetes con los que nos habíamos topado al regresar de la aldea, tenían algo que ver en todo esto. El prior nos encomendó la tarea de acercarnos hasta allí para ver qué podíamos averiguar.
Encontramos el lugar muy poco transitado, un viento seco y molesto nos azotaba y la gente, saludaba cabizbaja y retraída. El temor se reflejaba en los rostros de cuantos nos cruzábamos, que fueron  pocos, pues la aldea parecía haber sido visitada por el mismísimo diablo y sus habitante se encerraban en sus moradas por temor a que en cualquier momento el maligno se los llevase. La viuda María de Santisteban nos invitó con un gesto a que pasáramos a su casa. Cuando hubimos pasado cerró la puerta y echose a llorar muy alterada. Nos contó entre sollozos que en su casa había ocurrido una desgracia, su única hija, Micaela, se encontraba presa en las mazmorras del Conde, junto a Catalina de Guindos, otra muchacha de la aldea. En la noche de la fiesta de la vendimia, ella se había retirado temprano, aquejada de una fuerte jaqueca, Micaela se había quedado con otros jóvenes de la aldea bailando, no sin antes haberle prometido volver a casa pronto. Así lo hizo, pues la escuchó llegar al caer la tarde, al menos eso creyó, pues horas después unos fuertes golpes a la puerta la sacaron violentamente del sueño. Eran los padres de Catalina que le contaron como sus hijas habían sido apresadas por unos hombres al servicio de Don Pero. María estupefacta les aseguraba que su hija había regresado a su casa, tal como le había prometido, ella le había escuchado llegar.  Corrió hasta su cuarto pero encontró el lecho intacto, sin seña de haber dormido nadie allí. Sobrecogida por la sorpresa y el miedo, salió de su casa corriendo sin atender a los que trataban de sosegarla inútilmente, camino del palacio del Conde, seguida por la familia Guindos.
Hallaron la entrada de la hacienda flanqueada por un grupo de hombres armados y una jauría de perros. Las familias solicitaron hablar con el Conde y ver a sus hijas, pero los hombres negaron el permiso arguyendo que las muchachas habían sido acusadas de brujería y estaban bajo la custodia del tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, quienes habrían de dar su consentimiento para que pudieran recibir visitas.
Todo esto que nos contaba la desconsolada mujer, más parecía una pesadilla de la que deseábamos despertar de inmediato, así lo comentamos en el camino de regreso, después de tranquilizarla en lo posible, asegurándole que trataríamos de visitar a las reclusas al día siguiente y que enviaríamos una misiva sin falta, comunicándoles el estado de las muchachas. Ni el hermano Millán, ni quien os relata lo acontecido, podíamos salir del estupor que nos causaba cuando ocurría. Tan sólo teníamos una certeza que confirmaba nuestra sospecha inicial; los jinetes con los que nos habíamos cruzado el día anterior, no eran otros que los allegados al Conde. Conociendo la naturaleza hostil de Don Pero, no era difícil dilucidar sus oscuras intenciones. Tras conocer el Prior las últimas primicias decidió encaminarse aquella misma tarde hacia el castillo, pidiendo que le acompañáramos en la visita. Estábamos resueltos a ver a las muchachas y aliviar en cuanto pudiéramos las desesperación de sus familias.  Imploramos a Dios que iluminase nuestro camino e hiciera brillar la verdad victoriosa en tan confusos sucesos. Por primera vez sentí que aquel Dios a quien dirigíamos nuestras plegarias, nos mostraba su rostro más piadoso y benevolente. El marqués nos recibió a su pesar, pues bastó con que el Padre Gumersindo, el Prior, les asegurara que tenía el permiso de Roma para asistir a las condenadas, mentira piadosa que surtió efecto, al mostrarles un documento, cuyo contenido nada tenía que ver con el asunto que nos ocupaba, pero que logró servirnos de salvoconducto, pues ni la servidumbre, ni el mismo Conde eran personas instruidas en letras y desconocían los entresijos del latín.
-          Mis queridos y piadosos vecinos, arriesgáis demasiado por dos lugareñas impías.
Nos advertía Don Pero con irónica intención, mientras nos conducía por los húmedos corredores que conducían a las mazmorras.
-          Le rogamos que frene sus acusaciones, todavía no han sido ajusticiadas las jóvenes, ni probadas las faltas por las que se las inculpa.
Dijo el Padre prior sin poder disimular su indignación, pues conocía bien la mente maquiavélica del conde. Cuando finalmente llegamos a las celdas, hallamos a las muchachas sentadas en el suelo. Una de ellas sollozaba, mientras la otra, reclinada sobre el hombro de su compañera, parecía haberse quedado dormida, agotada seguramente por la ansiedad y el cansancio. No tardaron en incorporarse, asustadas al percibir la luz de las antorchas, aunque las expresiones de sus rostros se relajaron al advertir nuestra presencia. El olor a salitre de las mazmorras, era el indicador de la gran humedad que allí había. Temerosas y en notorio estado de abandono, hizo difícil reconocerlas al principio, pero más tarde distinguimos a Micaela, debido al gran parecido con su madre, la viuda María de Santisteban.
-          No temáis, hemos venido a visitaros por si alguna de vosotras solicita confesión- dijo el Prior, tratando de calmarlas.

-          ¿Vamos a morir? - Preguntó Catalina casi en un susurro con el rostro desencajado.


-          Nada más lejos de nuestro deseo, aun no habéis sido juzgadas y desconocemos los motivos por los que habéis sido denunciadas- repuso Gumersindo de Sanjuan, el Prior, enfatizando lo último y mirando a Don Pero.

-          Tampoco nosotros conocemos tales motivos, y todavía no sabemos si es o no pesadilla esto que nos ocurre, pues ayer despertamos en este sótano sin saber quién nos ha traído aquí, ni de qué manera. –respondió Micaela.


-          Me sorprende que dudéis en esto último, pues me han llegado noticias de vuestra destreza en vuelos nocturnos. –intervino el conde con un malintencionado tono de ironía.
La sorpresa y el desconcierto que se reflejaba en los ojos de las jóvenes eran tan sinceros que terminó con cualquier atisbo de duda que pudiéramos albergar sobre su inocencia. Ahora más que nunca sospechamos que todo este lío no era otra cosa sino el resultado de las maquinaciones de Don Pero. Las oscuras motivaciones que lo habían llevado a urdir toda esta trama, no podían ser otras que la soberbia y la envidia por el éxito obtenido con el cultivo de las viñas, además de el habernos convertido en proveedores de su rival más porfiado. Ambas muchachas pidieron confesión; una ocasión favorable según nos había explicado el Prior para conocer de primera mano lo ocurrido en la noche de los festejos de la vendimia, ya que no teníamos permiso para averiguar quiénes habían sido los denunciantes, sus nombres no nos serían revelados hasta la visita al día siguiente del Santo Tribunal.
Catalina y Micaela coincidieron en los hechos durante la confesión, aun cuando se hizo de forma individual. Supimos por el prior que la noche anterior las jóvenes habían participado en la fiesta hasta que Micaela decidió regresar a casa, su madre se había indispuesto y había prometido retirarse pronto. Dos jóvenes forasteros con los que habían entablado conversación, se ofrecieron a acompañarlas. En el camino de vuelta continuaron bebiendo, ya que los mancebos habían acordado aprovisionarse de un par de jarras para seguir festejando en la aldea. Micaela confesó con gran pudor que habían sido cortejadas por ellos y que habían respondido imprudentemente a sus galanteos. Para cuando llegaron a la aldea estaban tan afectadas por los humores del vino ingerido que decidieron continuar tras asegurarse de que su madre dormía profundamente.
Esto fue lo relatado por las muchachas, a las que pedimos paciencia y sosiego. Regresamos al convento ya oscurecido el día, las tardes comenzaban a menguar así como nuestras fuerzas por tan ajetreada jornada. A poco menos de la media noche enviamos un recadero a la aldea, encomendándole que hiciera saber a las familias de las muchachas que se encontraban bien y no debían temer por su salud. Les habíamos aprovisionado de alimento y abrigo, sólo cabía esperar al día siguiente la visita de los padres inquisidores.
Fray Servando de Mondoñedo era el comisionado elegido para presidir el Santo Tribunal; un dominico de rostro macilento y triste, cuya apariencia apocada no casaba con su áspero carácter de inquisidor acostumbrado a lidiar con parientes del maligno, en una tierra donde hasta los árboles debían tener  trato con el Trasgo. Venía acompañado de dos hermanos de la Orden de San Benito: Segundino de Laredo y Diodoro de Ponferrada, algo afeminado el primero, de aspecto asustadizo el otro, ambos feos como el pecado. Es por esto que al aparecer la carreta donde venían aquella mañana, escoltados de otros frailes subidos en las mulas envueltos en la espesa niebla con la que había amanecido el día, nos parecieron las almas del Purgatorio apostando a las puertas de la abadía.
Tras ofrecer algo de alimento a nuestros huéspedes y mostrarles sus celdas, el prior se encerró con los miembros del Santo Oficio en la sala capitular, allí fue informado de los pormenores referentes al juicio que se habría de celebrar en el plazo de dos días. Nuestro prior salió consternado tras la entrevista, debido a las graves acusaciones que se habían vertido sobre nosotros. Como bien se nos había comunicado en un principio, la abadía debía ser inspeccionada. Habíamos sido culpados por participar en misas negras y comerciar con herejes. Los denunciantes, además del maquiavélico Don Pero, de quien seguro había partido toda esta farsa, eran sus dos sobrinos políticos, Sancho y Juan de Berzosa; sujetos muy afamados, no precisamente por sus virtudes.
No obstante, el prior nos conminó a mantener la calma, dio las instrucciones precisas en las cocinas para que la sobriedad y la mesura fueran aplicadas en la mesa. Ahora con más razón habríamos de mostrar a nuestros huéspedes que en nuestra comunidad no se ataban los perros con longaniza.
La posibilidad de trasladar a las presas a la abadía de inmediato se vino abajo, aunque por fortuna podría visitarlas un confesor de nuestra orden hasta el día en que se celebrara el auto. Las dos jornadas que siguieron a la visita de los inquisidores  trastornaron sobremanera nuestra apacible rutina, sin embargo, a pesar de la impronta reservada y áspera de Servando, dio sobradas muestras de hombre prudente y juicioso. Durante las entrevistas que mantuvo con varios de nosotros, estuvo siempre atento a cuantas alegaciones quisimos hacer, ocasión que aprovechamos para ponerle al tanto de la situación de pobreza extrema en que se habían visto los habitantes de la aldea del Fresno y la bendición que había sido para todos el cultivo de la vid, debido a la gentileza del hermano Millán.
La víspera de la celebración del auto obtuvimos el permiso del Santo Oficio para trasladar a las mujeres a nuestra casa. Al hermano Millán y a quien os relata lo acontecido se nos encargó tal cometido, el hermano Segundino nos acompañó. Esa misma tarde, las familias de las muchachas vinieron a la abadía para visitarlas e infundirles el valor que a ellos les faltaba.
Llegó el esperado día, amaneció radiante, haciendo burla a la oscuridad de nuestro ánimo. Muy de mañana los inquisidores interrogaron a Micaela y a Catalina en privado. Dos horas interminables duró el interrogatorio, mientras tanto nosotros, reunidos en la capilla, orábamos a Dios para que se apiadara de todos y nos iluminara en tan difícil prueba.
Al atardecer, en un patio contiguo al huerto se dispusieron unos asientos destinados a los miembros del Santo Oficio, llamaron pues a los que habían vertido tan aberrantes acusaciones. Los primeros en testificar fueron los parientes del Conde. Juraron sobre las Santas Escrituras que aquella noche, se dirigían a la ciudad vecina para reunirse con otros caballeros con los que tenían negocio, y que llegando a las puertas de la aldea, se cruzaron con los frailes del Cister que salían de allí, casi de oscurecidas. Más tarde vieron brillar una hoguera como a dos leguas de la aldea. Movidos por la curiosidad se acercaron hasta allí; donde un grupo de gente joven bailaba y se entregaban unos a otros con actitudes impúdicas, abandonándose al desenfreno. Decidieron retrasar unas horas su viaje a la ciudad y emprendieron la vuelta al castillo para poner al corriente al conde de cuanto habían visto. Por el camino, se toparon con las doncellas visiblemente alteradas por alguna droga y con los labios manchados de sangre. Acordaron conducirlas hasta la aldea, pero de camino, estas los sedujeron sin ningún recato, convidándolos a beber de una jarra un líquido sanguinolento al que llamaban el “espíritu de los frailes” a lo que ellos reusaron por el aspecto repugnante del brevaje. Ambas mujeres reían con estridentes carcajadas y daban vueltas sobre sí asegurando que volaban. Ellos mismos las vieron levitar en dos ocasiones y caer después sin sentido al suelo.
Las muchachas, visiblemente afectadas, comenzaron a llorar presas de la impotencia, sus rostros reflejaban al mismo tiempo miedo y sorpresa por tamañas acusaciones. Desde donde me encontraba, traté de tranquilizarlas con un gesto. El segundo en declarar fue el Conde. Acusó a la abadía de fabricar un vino del diablo al que se aficionaban quienes lo probaban, cuyo cliente principal había sido Simón de Alvarado, nieto de un judío hacendado de la comarca vecina. Servando, sin dejar de fruncir el entrecejo, llamó a declarar a las mujeres. Micaela contó hasta donde podía recordar de aquella noche. Admitió que el vino les había aturdido, tal vez habían bebido sin control, pero negaron rotundamente que sus labios estuvieran manchados de sangre. Después Catalina, de ánimo más fuerte que su compañera, declaró con sarcasmo que era incierto que supieran volar, ya que si así fuera, hubieran levantado las alas para escapar de la mazmorra en la que las habían encerrado sin motivo alguno. Esto último provocó la risa de cuantos allí estábamos, especialmente la de Segundino, al que tuvieron que llamar al orden.
Tras esto fue interrogado el Padre Prior, a quien preguntaron qué hacíamos los frailes aquella tarde en la aldea. Éste les explicó que se había celebrado un almuerzo para celebrar la buena cosecha, bendecida primero con una misa en la iglesia de la abadía para dar gracias a Dios. Todo había trascurrido en paz, los comensales habían observado en todo momento un comportamiento ejemplar, sin que allí tuviera lugar escándalo alguno y que nos habíamos retirado antes de ponerse el sol. Además les hizo saber cómo en efecto, nos habíamos cruzado en el camino con dos jinetes a quien no pudimos ver la cara por ir encapuzados y a juzgar por la velocidad a la que galopaban, habrían de tener bastante prisa.
Tras las declaraciones, los inquisidores estuvieron departiendo, después dieron paso al interrogatorio. Diodoro se dirigió a las mujeres sin mirarlas a los ojos, como si temiera que en cualquier momento pudieran utilizar contra él sus supuestos poderes malignos. Mientras hablaba asía una cruz de madera que llevaba colgada al cuello.
-          Los caballeros han declarado que bebisteis de ese vino y que os vieron volar la pasada noche ¿Qué tenéis que decir al respecto?

-          No recordamos tal- dijo Catalina- a decir verdad sólo íbamos camino de la aldea cuando nos topamos con esos hombres, tampoco sabemos con certeza si éramos nosotras las que portábamos el vino o eran ellos quienes lo llevaban.

-          Luego entonces, tal vez era posible que volarais, aun si no lo recordáis, las artimañas del las que se sirve el maligno son la mayoría de las veces traicioneras ¿qué me decís de la sangre en los labios?
Al escuchar esto último Micaela comenzó a temblar, le castañeaban tanto los dientes que fue incapaz de responder. Fue entonces el padre Millán quien salió en su ayuda.
-          Queridos hermanos, si me lo permitís, quisiera justificar estas circunstancias que a mi parecer guardan relación entre sí, sin que necesariamente haya que asociarlas con asuntos de brujería.

-          Hable hermano Millán, diga lo que tenga que decir- respondió Servando algo impaciente.

-          Vengo de una tierra donde se cultiva la vid desde tiempos remotos, por tanto conozco las propiedades del vino muy bien. Nuestras uvas son tintadas, de su hollejo, se desprende una sustancia de un intenso color rojizo que mancha la piel. Estas mujeres no tienen costumbre de beber vino, han ingerido demasiado, por eso los efluvios del alcohol han debido trastornarlas en exceso.

-          Sin embargo las vimos como se alzaban del suelo, las seguimos con la mirada, en ocasiones desaparecían de un lugar para volver aparecer en otro –afirmó Sancho, el mayor de los sobrinos del Conde.
Entonces el Padre Servando los miró severamente y dijo:
-          Habéis jurado sobre las Santas Escrituras que no bebisteis vino ¿es cierto? Porque de no ser como decís, es muy posible que también a vosotros os hubiera afectado, hasta ver lo que no era.

-          Podemos jurar de nuevo sobre la biblia que…

-          ¡Más vale que no lo hagáis!
Tronó una voz tras la puerta trasera del huerto. Los hermanos se apresuraron a abrir. Entonces Simón de Alvarado seguido de su escudero y de dos jóvenes aldeanos entraron por ella.
-          ¿Quién sois vos? ¿Y cómo osáis interrumpir de este modo? –Preguntó Servando de Mondoñedo.

-          Reverendo Padre, soy Simón de Alvarado, cliente de esta abadía y señor de la comarca vecina quisiera, con su permiso decir unas palabras en defensa de estas mujeres.

-          ¡El hereje! -Exclamó don Pero con sorna.
Servando asintió con un gesto y dio la palabra a Alvarado.
-          Vengo a demostrar la inocencia de estas pobres muchachas, que por ser tan jóvenes y humildes, se han convertido en víctimas de gente sin escrúpulos que prefiere ver a sus siervos hundirse en la miseria, antes de admitir su avaricia o tolerar que unos frailes les hagan sombra. Aquella noche yo vi a estos hombres unirse a la celebración de la vendimia y beber tanto o más que el resto de los jóvenes. Lo sé porque yo también fui invitado, mas no pude asistir por tener que atender obligaciones que me tuvieron ocupado la mayor parte del día. Pero al anochecer me encaminé a la aldea para obsequiar con unas piezas de caza, eran mi aportación a la fiesta. Por el camino escuché risas, me mantuve a una distancia prudente, mas tarde oí las voces de estos caballeros animando a las doncellas a beber de las jarras que ellos llevaban. No quise importunarlos y seguí mi camino ignorante de las intenciones que los movían.
Los dos enrojecieron de ira y vergüenza al ser descubiertos de una forma tan inesperada, pero el conde replicó casi al instante:
-          Yo no daría demasiado crédito a las palabras de un hereje. ¿Cómo saber si eran ellos y no otros, si como dice fue al anochecer?.

-          Porque esa noche la luna estaba crecida. Además guardo algo que pertenece a estos señores, algo que con las prisas tal vez debieron descuidar.
Sancho se puso en pie sobresaltado cuando Simón de Alvarado dejaba sobre la mesa un cinturón y una daga con las armas de la casa de Berzosa.
-          Estos mozos de la aldea pueden testificar que fueron ellos y no las muchachas los que pidieron vino antes de marcharse.
Ambos mozos asistieron en silencio, mientras tanto, el Padre Servando, visiblemente irritado se dirigió a los denunciantes.
-          Habéis jurado sobre los Evangelios que cuanto decíais era verdad ¿Sois conscientes de la gravedad que esto entraña?
Los dos hermanos Berzosa y el Conde se miraron inquietos durante unos segundos.
-          ¡Esas mujeres son brujas! –afirmó Juan nervioso-  ¡las vimos levitar!
En ese mismo momento, el hermano Diodoro, con cara de espanto, señaló hacia la torre de la iglesia donde apareció una sombra gigantesca.
-          ¡Mirad hacia allí Padre Servando!, -gritó- alguna bruja sobrevuela la torre, ha debido venir en busca de sus compañeras.
Fue entonces cuando la urraca picoteó el tallo de la vid y el racimo  cayó al suelo, echándose después a volar, hasta que su sombra se perdió en un  hueco del campanario. Los que fuimos testigos de tan sencillo acontecimiento de la naturaleza, siempre tuvimos presente cuán retorcida puede llegar a ser la imaginación humana, máximo cuando el miedo o los intereses ocultos la ponen en movimiento.




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