Porque Dios lo manda, por Carmen Hernández Montalbán


Ideal, 19 de agosto de 2019

            Ahora sabía fray Hernando por qué le acometió aquel escalofrío la primera vez que miró a los ojos al rey Fernando. Aquella mirada estaba envuelta en la mansa apariencia de un rostro de piel blanquísima, cabellos lacios y oscuros; caracterizada por una falsa expresión beatífica, cuyas pupilas aceradas brillaban tan metálicas como los doblones de oro que la corona de Castilla había arrebatado a los judíos tras su tiránica expulsión.
            Sí, el rey lo llamó a su cámara. Lo sometió a un escrupuloso interrogatorio en el que trató de intimidarlo reiteradamente ¿por qué la reina se había obstinado en respaldar el proyecto de aquel genovés embaucador cuando todos los expertos y estudiosos de la corte lo desaconsejaban? Como confesor de Isabel, Talavera debía estar al tanto de los pecados de la reina, él debía conocer las flaquezas que ella le confiaría, creyéndolas sepultadas bajo secreto de confesión. Y así era, fray Hernando de Talavera no se dejó amedrentar por las soterradas amenazas del rey.
- Alteza, si pedís mi parecer acerca de la constancia y lealtad de la reina hacia su rey y marido, os diré que la considero inquebrantable, mas no me pidáis que os revele aquello que me ha sido fiado en confesión,  pues sólo a Dios pertenecen los pecados de los mortales ¡grandes y saludables son los efectos que con el secreto y la reserva se desean proteger!.
            El rey sin mover un músculo de la cara que delatara su nerviosismo repuso:
- ¡Grandes han de ser si Dios así lo manda! Que él os ilumine para interpretar su voluntad fray Hernando, sin que haya menoscabo de su justicia.
            Y diciendo esto lo despidió con un gesto. No hubo, Talavera, terminado de darle la espalda, alejándose previamente unos pasos, cuando el rey reclamó su atención de nuevo con una pregunta…
- ¿Cómo se halla de salud vuestra anciana madre, aquella judía de Oropesa?.
            La expresión del arzobispo se ensombreció y, tras un silencio incómodo durante el cual, el prelado y el rey se sostuvieron la mirada.Finalmente este musitó:
- Mi madre, doña Balbina se encuentra bien, gracias a Dios.
            Aquella noche, Fray Hernando durmió mal, tuvo sueños perturbadores donde el fuego lo devoraba todo: los libros de la madraza, los campos de trigo ya espigados, mareas humanas de reos  aullaban sobre una inmensa pira que se extendía por las calles de Granada, avivada por las antorchas que arrojaban unos frailes con cara de enajenados. El arzobispo preguntaba a unos y otros la razón de tal desatino. –“Porque Dios lo manda”, - gritaban, elevando la voz entre los alaridos de los condenados. Talavera, espantado y consternado, mandaba detener aquel infierno, pero los clérigos no reconocían en él la autoridad y reían a carcajadas como posesos.
            ¿Cómo era posible que Dios mandara semejante matanza y destrucción? Dios, el Dios que él reverenciaba, en su infinita misericordia, no podía ordenar aquel holocausto. Quiso alejarse y lo hizo subiendo por calles angostas de la colina del Albaicín hasta que extenuado, llegó al Sacromonte, allí , junto al  lugar donde se alzaba la Torre Turpiana, halló una última pira aun sin arder, sobre la que había una cruz de madera. La crucificada era una anciana y a sus pies, estaba un fraile encapuzado, de espaldas a él. Se aproximó para ver mejor la escena y descubrió con pavor que aquella mujer era su madre. Se dio la vuelta y le arrebató la antorcha al monje que comenzó a reír a carcajadas y se descubrió quitándose el capuz. Talavera miró aquel rostro, al fin desenmascarado, era el rostro de su alteza real, don Fernando de Aragón. Sobre su pecho, colgada, tenía una cartela de oro en la que podía leerse: DIOS.

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