Ahora sabía fray Hernando por qué le
acometió aquel escalofrío la primera vez que miró a los ojos al rey Fernando.
Aquella mirada estaba envuelta en la mansa apariencia de un rostro de piel
blanquísima, cabellos lacios y oscuros; caracterizada por una falsa expresión
beatífica, cuyas pupilas aceradas brillaban tan metálicas como los doblones de
oro que la corona de Castilla había arrebatado a los judíos tras su tiránica
expulsión.
Sí, el rey lo llamó a su cámara. Lo
sometió a un escrupuloso interrogatorio en el que trató de intimidarlo
reiteradamente ¿por qué la reina se había obstinado en respaldar el proyecto de
aquel genovés embaucador cuando todos los expertos y estudiosos de la corte lo
desaconsejaban? Como confesor de Isabel, Talavera debía estar al tanto de los
pecados de la reina, él debía conocer las flaquezas que ella le confiaría,
creyéndolas sepultadas bajo secreto de confesión. Y así era, fray Hernando de
Talavera no se dejó amedrentar por las soterradas amenazas del rey.
-
Alteza, si pedís mi parecer acerca de la constancia y lealtad de la reina hacia
su rey y marido, os diré que la considero inquebrantable, mas no me pidáis que
os revele aquello que me ha sido fiado en confesión, pues sólo a Dios pertenecen los pecados de
los mortales ¡grandes y saludables son los
efectos que con el secreto y la reserva se desean proteger!.
El rey sin
mover un músculo de la cara que delatara su nerviosismo repuso:
- ¡Grandes han de ser si Dios así lo manda! Que él os ilumine
para interpretar su voluntad fray Hernando, sin que haya menoscabo de su
justicia.
Y diciendo
esto lo despidió con un gesto. No hubo, Talavera, terminado de darle la espalda,
alejándose previamente unos pasos, cuando el rey reclamó su atención de nuevo
con una pregunta…
- ¿Cómo se halla de salud vuestra anciana madre, aquella
judía de Oropesa?.
La expresión
del arzobispo se ensombreció y, tras un silencio incómodo durante el cual, el
prelado y el rey se sostuvieron la mirada.Finalmente este musitó:
- Mi madre, doña Balbina se encuentra bien, gracias a Dios.
Aquella
noche, Fray Hernando durmió mal, tuvo sueños perturbadores donde el fuego lo
devoraba todo: los libros de la madraza, los campos de trigo ya espigados,
mareas humanas de reos aullaban sobre
una inmensa pira que se extendía por las calles de Granada, avivada por las
antorchas que arrojaban unos frailes con cara de enajenados. El arzobispo
preguntaba a unos y otros la razón de tal desatino. –“Porque Dios lo manda”, -
gritaban, elevando la voz entre los alaridos de los
condenados. Talavera, espantado y consternado, mandaba detener aquel infierno,
pero los clérigos no reconocían en él la autoridad y reían a carcajadas como
posesos.
¿Cómo era
posible que Dios mandara semejante matanza y destrucción? Dios, el Dios que él
reverenciaba, en su infinita misericordia, no podía ordenar aquel holocausto.
Quiso alejarse y lo hizo subiendo por calles angostas de la colina del Albaicín
hasta que extenuado, llegó al Sacromonte, allí , junto al lugar donde se alzaba la Torre Turpiana,
halló una última pira aun sin arder, sobre la que había una cruz de madera. La
crucificada era una anciana y a sus pies, estaba un fraile encapuzado, de
espaldas a él. Se aproximó para ver mejor la escena y descubrió con pavor que
aquella mujer era su madre. Se dio la vuelta y le arrebató la antorcha al monje
que comenzó a reír a carcajadas y se descubrió quitándose el capuz. Talavera miró
aquel rostro, al fin desenmascarado, era el rostro de su alteza real, don
Fernando de Aragón. Sobre su pecho, colgada, tenía una cartela de oro en la que
podía leerse: DIOS.
Fabuloso Carmen!!!!!!me ha encantado!!!!!
ResponderEliminarGracias Isabel, un abrazo.
ResponderEliminar¡ENHORABUENA!, Carmen. Me ha fascinado. Te mereces uno de esos premios. ¿Sabes por qué? Porque Dios lo manda.
ResponderEliminarGracias 😘 😘 😘
ResponderEliminarExcepcional!
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