Ilustración de Enrique Gracia Trinidad |
Estimados amigos:
Tengo que
contar un secreto que no lo es o no debiera serlo. Los poetas son gente
peligrosa; sacan a relucir los sentimientos más intensos, esos que casi todo el
mundo tiene miedo de airear; hablan de emociones humanas que si los seres
humanos las pusieran todas juntas trastocarían el orden universal,
-afortunadamente no hay forma de juntarlas-; hablan de la vida creando nuevas
realidades, y menos mal que, en su ignorancia, casi nadie se lo cree porque si
fuese así, el mundo cambiaría radicalmente, y eso no le conviene al mundo por
lo visto, que sique prefiriendo su ceguera habitual.
Esta poeta
cumple esos objetivos como es debido: escribe sentimientos intensos, saca
emociones profundamente humanas, crea nuevas realidades de vida.
Y además lo hace escribiendo bien –si
no creyera que lo hace yo no estaría aquí- lo que es bastante más difícil,
porque en estos tiempos que corren, una inmensidad de gentes, que se llaman a
sí mismo poetas, se conforman con emociones y sentimientos, pero se olvidan de
que la poesía es un arte, una parte primordial de la literatura, y se hace con
palabras e ideas. Y luego pasa lo que pasa, que nos suenan a lo mismo de
siempre y hasta aburren.
Carmen no, Carmen hace literatura y
la hace llena de intención, de recursos, unas veces cumpliendo las normas
convencionales y otras adaptándolas a lo que nos quiere contar, lo que no sólo
es lícito sino recomendable.
Y es que esta joven es una poeta y
una mujer de su tiempo: comprometida, sugerente, rotunda, decidida. No en vano
arranca el libro con un poema titulado, al mejor estilo goyesco: “El sueño de
la razón”, y lo termina con un escritor (que bien puede ser ella misma) que
rescata una pluma casi abandonada, la humedece en sangre y escribe.
Cualquier literatura se escribe con
tinta y la tinta lleva pigmentos, goma, tolueno, resinas y hasta cinabrio si se
quiere tinta roja. Pero la tinta de la poesía siempre lleva una buena dosis de
sangre (entiéndase sangre como sustancia de vida).
Cuando se dice que detrás de un libro
de poesía siempre hay una persona, una vida, una forma de mirar, suele ser
cierto y en este caso absolutamente cierto.
Detrás de estos versos puede verse a
la niña de la cueva de Guadix con perfume a tomillo, arcilla mojada, leña
quemada y cal; a la muchacha que quitaba los pinchos a los cactus para que no
los hirieran, a la que no le iba mucho el punto de cruz que enseñaban las
monjas, pero recuerda con cariño a la profesora Mercedes que le enseñó a leer y
escribir.
Esta es la mujer que tiene en la memoria las lágrimas del
abuelo Papavillo; las fotografías de Joaquín “el agujero”, fotógrafo ambulante
vecino suyo; las palabras de Manuel “el loco” que decía haber comido rebanadas
de aire con rodajas de viento”; los ánimos del profesor Francisco, que la
llamaba poetisa para que siguiera esforzándose en todo lo artístico; los
aplausos al primer grupo de teatro que organizó cuando tenía once años, y luego
otro en la universidad.
Esta es la que reconstruye su árbol genealógico, llegando
hasta el mismísimo siglo XVII, descubriendo antepasados franceses y granadinos,
comerciantes de pan y fruta, pastores, labradores, fabricantes de guitarras y
hasta un obispo que está a punto de que lo canonicen.
Esta es la escritora llena de experiencias vitales, que ha
trabajado limpiando casas, recolectando tomates, de taquillera en un museo, de
canguro, de payaso en fiestas infantiles, haciendo genealogías por encargo y de
documentalista en bibliotecas y archivos, que esa es su titulación
universitaria.
Cuando la experiencia vital es mucha, el poeta crece, y este
es el caso de Hernández Montalbán. Yo la veo crecida no sé si en experiencia,
que también, pero sí en experimento, que es algo mucho más proactivo como diría
mi maestro el artista Labra Suazo.
Desde la memoria de aquellos escenarios de su niñez –la cito
a ella misma- “Cuevas para vivir, cerros,
secanos, cal y luz, amaneceres lunares, mediodías cegadores y atardeceres
dorados”, hasta la vida de hoy: lectora impenitente, un poco yogui, algo
ascética, rodeada de buenos amigos, metida en proyectos teatrales, colaborando
en grupos literarios, revistas y colectivos y amante de los mejillones al
vapor, el salmorejo, los paseos por el campo, las buenas conversaciones y el
pisto.
Ya sé que han venido ustedes a la presentación de un libro y
están escuchando datos de la autora y poco del libro. Pero eso se explica
fácilmente.
El libro lo van a leer todos (si alguno no va a hacerlo, ya
se puede largar de aquí con viento fresco); y a mí nunca me gustó empezar a
decir lindezas: “que si hay que ver qué bien escrito está, “que si tiene un par
de oximorones, dos epanadiplosis, unos poemas anisosilábicos muy buenos, unos
pentámetros de no te menees y dos metonimias de tomo y lomo…”.
Todo esto no sirve para nada porque ustedes lo van a ver
mejor que yo, sin pararse en nombres raros o definiciones de manual
pretencioso, y lo van a disfrutar en directo. Y maldita sea si necesitan que un
presentador pesado les de la tabarra en plan crítico y académico –dos
condiciones que más vale que se olviden antes de abrir un libro de poesía-.
Además, Eduardo Moreno Alarcón ya ha hecho una muy bien
tramada introducción que aparece en el libro y que les recomiendo que lean
también.
Yo, en lo que aquí me toca, prefiero poner en suerte a la
poeta, a la persona que hay detrás de la poeta y que luego el libro se valga
por sí solo, que seguro que lo hará.
En todo caso, permítanme que, si empecé diciendo que los
poetas en general son gente peligrosa, lo repita ahora, refiriéndome en
concreto a esta autora que hoy tenemos entre nosotros.
Siempre recuerdo los magníficos versos del maestro Pessoa:
“El poeta es un
fingidor / finge tan completamente / que hasta finge que es dolor / el dolor
que en verdad siente”
Pues bien, también se cumple en Carmen esta condición
tremenda, pero sustancialmente poética. Parece que nos engaña, pero es un
fingimiento de lo auténtico, de lo más real. Nos plantea un libro llamado “Los
anillos de Saturno”, y cuando parece que nos va a contar cosas del espacio
sideral, se larga con unos poemas absolutamente terrestres, llenos de
compromiso, de búsqueda, de denuncia. Y salta de Venus a un corte de mangas, de
Mercurio a La Celestina, del conocidísimo Eros a un selfie, la cárcel de Guantánamo o la mismísima bruja Piruja.
Es decir, que en este libro repleto de sorpresas, de
denuncias, de ternuras, de ironías y de saltos al vacío –la poesía siempre es
un salto al vacío-, la autora hace alarde de actualidad y de conciencia, de
cansancio y esperanza; y, sobre todo de algo que estimo en los poetas
sobremanera: de escribir para todos y de todo. Al contrario que gran parte de
los poetas actuales que aburren a las ovejas de tanto mirarse su propio
ombligo, hablar sólo de ellos y creerse que todo gira alrededor suyo, nuestra
poeta nos busca cómplices de su pensamiento, nos compromete, no quiere que
salgamos ilesos de su lectura sino pensantes y dolidos, solidarios y un poco
más humanos.
Sólo por eso, que no es poco, acepté de mil amores presentar
a esta poeta que les recomiendo sin contemplaciones.
No van a salir ilesos de esta sesión de hoy. En realidad
nunca se sale ileso de una buena sesión poética, de la lectura de unos buenos
versos.
Pero no les importe. Si la mancha de la mora con otra verde
se quita, la lesión de un poema, con la lectura de otro, desaparece.
Ese es el milagro de la poesía, y -no les quepa duda- el milagro de la poesía
de Carmen Hernández Montalbán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario